Capítulos 1 al 3

El reloj de Onira.
     1- Medidas y predicciones.

     Allí estaba yo. ¿Me había hundido? ¿Había salido a la superficie? Aun sigo sin saberlo. Solo recuerdo que estaba soñando. Si me preguntaras por el principio de todo esto, yo te diría que no pude entenderlo; que es tan confuso como el mismísimo final. Pero el final es ahora. ¿Y el principio? No tengo ni la menor idea.
     Ya he hablado de jaulas. Pensé, en su momento, que sería una estupidez ponerme a hacer cálculos de área y volumen con respecto a aquel siniestro lugar en el que me habían encerrado. Pero después tuve mucho tiempo libre, y me di cuenta que en la vida las prioridades solo se establecen bien si uno dispone del tiempo para definirlas. Cinco metros de ancho y cinco metros de largo. O por lo menos cinco y cinco zancadas cortas bien medidas. Hice la cuenta tres o cuatro veces durante la segunda noche. Calcular la altura fue bastante más fácil. Me bastó con encaramarme a una de las rejas, gesto ante el cual mis captores se quedaron mirándome con una extraña mezcla de excitación y desilusión en la mirada. Aun sigo sin saber qué era exactamente lo que esperaban que una criatura como yo, simiesca, según ellos, hiciera allí metido. Me imagino que los hábitos y los entornos lo convierten a uno en personas y cosas a las que jamás pensó que llegaría a asemejarse. Yo mismo, dentro de una jaula, encaramándome a los barrotes para comprobar la altura a la que estaba el techo, no parecía otra cosa que un gorila revejido, aunque aun humanamente refinado. Seis metros de altura; tres yos y medio.
     En la tercera noche descubrí que las puertas podían abrirse si se levantaba mínimamente la cerradura; y supe que ellos también tenían constancia de ese hecho, pero eran tan crueles… Cualquiera que intentaba escapar acababa tumbado en una de esas grandes mesas de apariencia medieval –no era, de hecho, su propósito muy diferente al de las mesas de tortura de la inquisición-. No nos dejaban verles la cara nunca más; ni la cara ni el cuerpo. Aunque tal vez un ‘nunca más’, teniendo en cuenta el poco tiempo que pasé en aquella estancia kilométrica, se hace un poco exagerado e impreciso. Pero lo cierto es que yo no volví a ver a ninguno de los que tuvieron la osadía de escaparse. ‘Ellos’ se las arreglaban bien para ocultarlos de nosotros, aun teniendo en cuenta que la estancia no constaba de sala interior alguna, ni pasillo ni puerta. Solo filas y filas de jaulas y una enorme área central que, solo por su carencia de porterías, no podía ser asemejada con exactitud a un campo de fútbol.
     Sí, el suelo era verde. Es lo que insinúo.
     En un vistazo esporádico al exterior de mi jaula, me percaté de la presencia desesperada de un conocido mío. Debía de serlo, porque me saludó con la mano… ‘haciendo así’. Y yo le sonreí. Nada más. Tampoco pude recordarlo, porque era una mujer, y yo no suelo reconocer mujeres. O eso dicen.
     Nuestras jaulas se encontraban a la distancia de un tiro de piedra. Una expresión ciertamente ambigua; algo más en lo que tuve tiempo de reflexionar. Cuando ‘ellos’ –criaturas de alrededor de tres metros de altura- se situaban junto a la puerta de mi jaula, su sombra se proyectaba hasta la puerta de la jaula de ella. Y ella me miraba. Juro que en mi estado de inanición indefinido –ya que no podía recordar cuánto tiempo llevaba sin comer ni beber- no habría podido lanzar una piedra a más de cuatro metros de distancia… Pero sí contra la cabeza de uno de ‘ellos’.
     No lo sé; no sé a quién se le pudo ocurrir llenar de piedras el suelo de las jaulas.

***

     —¿Estás bien? —le pregunte con desgana, obteniendo como respuesta un abrazo temeroso y cálido—. No llores, mujer. Nos ha tocado la guardia floja. —Me refería, claro está, al carcelero cuya cabeza había sido abierta alegremente por mi piedra—. Le ha atravesado el casco. No pensé que lo haría.
     —¿Dónde estamos? —gimió por fin mi acompañante—. ¿Por qué estamos aquí?
     —¿Por qué? —respondí vagamente, al tiempo que me agachaba para inspeccionar toda la armadura del guardia derribado—. Tiene gracia —dije luego.
     —¿Gracia?
     —Sí: había planeado preguntarte lo mismo de aquí a un rato. Pero mira… cómo es la vida. ¿Qué te parece si buscamos juntos la respuesta?
     Jamás me había mirado una mujer con un rostro tan confuso y místico como el de aquella. No sé; debía de ser un poco menor que yo. Tal vez tendría veintiséis o veintisiete, pero en sus facciones estaban profundamente inscritas unas arruguillas –marcas de expresión- tan simpáticas, que no pude evitar preguntarme qué podría hacer sin mí tanta ternura junta.
     Al fin y al cabo, era solo un sueño.   
     —Las manifestaciones de la ignorancia son tan sorpresivas como indignantes —escupió de pronto—. ¿No es así?
     —¿Cómo? —repliqué confundido—. ¿Ahora llevas la delantera en la conversación?
     —¿De qué estás hablando?
     Poco importaba eso. Ambos notamos que el carcelero se revolvió ligeramente sobre el suelo. Su pie derecho no dejaba de moverse como la pata de una cabra desnucada. Equis en los ojos, pajaritos en la cabeza. Claro, era un sueño. Pero creo que, aun dentro de una experiencia nocturna como esa, esos emoticonos debieron de ser producto de una alucinación mía… o de ella.
     —Vámonos de aquí —me dijo finalmente.
     —Claro, claro.
     Y mientras caminábamos hacia donde ella me llevaba, no pude evitar quedarme mirándola de los pies a la cabeza. Los signos de maltrato que exhibía por todo su cuerpo me hacían pensar en una raza salvaje y desdichada –nuestros captores- o en un subconsciente –porque al fin y al cabo todo era producto del mío- retorcido e hipócrita. ¿Cómo hacer daño a tanta belleza? ¿Por qué herirla? Su rostro estaba pálido, sucio y seguramente helado. La ropa hecha girones; los girones rotos. Las piernas amoratadas y los finos pies descalzos invadidos hasta los dedos por diversas marcas de arañazos y laceraciones. Solo su mirada se mantenía intacta, cristalina -porque los ojos no pueden mancharse tan fácilmente- y pura. Había encontrado a una mujer esbelta por naturaleza. Caminaba, incluso, con aires de reina. Y me conocía.
     —Oye —le susurré de pronto, asustado de la familiaridad con que la recordaba—. ¿Cómo te llamas?
     Entonces se detuvo. Noté que mi duda le había hecho daño, pero yo solo quería saber con qué nombre se puede designar tanta hermosura.
     —También me dijiste que me preguntarías eso. —Me sorprendió con una sonrisa—. Me llamo Onira.
     —¿Y es probable que te hayas caído del cielo? —incidí involuntariamente—. Vaya por Dios. ¡Lo siento!
     Onira se tapó la boca con las manos; solo se percibió su sonrisa gracias a las lagrimillas que brotaron de sus ojos. Sabía que no era propio hacer ruidos jubilosos en un lugar como ese, de manera que se limitó a cogerme la mano y tirar de mí hacia lo que imaginé que sería la salida.
     —Estoy confiando mucho en tus métodos —susurró mientras andaba con presteza—. ¿Aun sigue en pie la promesa de que no me ocurrirá nada malo?
     —¿Promesa? —De nuevo me desconcertaba mi propia ignorancia—. No puedo cumplir promesas que no recuerdo.
     A pesar de esa última respuesta, la sonrisa de aquella chica no se desdibujó de su boca, y la sensación de bienestar con que acolchaba el suelo a mi paso no desapareció en ningún momento.
     —Es curioso —me contestó—. Estás acertando en todo; porque también me avisaste de que dirías algo así. ¿Qué te pasa? ¿Realmente te has olvidado? —No quise ni siquiera asentir. Solo agaché la cabeza y me quedé en silencio—. No importa. Supongo que forma parte de tu plan. Si así es, sabrás qué hacer cuando lleguemos allí.
     —Espera, Onira. —Me detuve—. No. Yo no quiero engañarte ni mentirte ni conseguir que me odies, como me ocurre con todas las personas. Mira: es extraño cómo puede sudar tanto uno en un sueño. Me duelen los pies, a pesar de que no he caminado nada, y los brazos, a pesar de que no he abrazado a nadie. Te estoy diciendo la verdad: no puedo recordar las cosas que dices que te he dicho. Y no voy a saber qué hacer cuando lleguemos allí donde tú dices que…
     Entonces me quedé callado. Esa alegría empezaba a desesperarme. No me costó demasiado deducir el por qué de la desmesurada carcajada:
     —¡Esto es muy bueno! —exclamó Onira.
     —¡No lo digas! —grité—. ¡No lo digas! ¡No me digas que también predije todo lo que acabo de…!
     —Sí… Lo hiciste… Y ahora temo que vayas más allá de haberlo olvidado.

     2- Recinto y copia.

     Allí estaba yo. Con Onira. En algún momento del sueño tuve la sensación de que un mosquito me picaba en la mejilla. Creo que ocurrió en el mundo real, porque no suelo dejar escapar a los vampirillos cuando los veo.
     Y siempre los veo.
     Caminamos durante demasiado tiempo. Los minutos se nos convirtieron en horas; las horas, en hambre, y el hambre, en dolor. Finalmente, Onira cayó de rodillas al suelo y comenzó a suplicarme que la dejara atrás:
     —Sigue sin mí —me decía—. No quiero ser un estorbo.
     —No seas melodramática, mujer —le respondí esbozando una sonrisa; sin detenerme—. Y no me digas que este desvanecimiento también lo predije.
     Ella se quedó en silencio. Durante unos breves instantes continué mi camino sin prestarle mucha atención. Pero al final escuché su llanto; un llanto dulce y desolador a la vez. Me di la vuelta y me encontré a una mujercita húmeda, desilusionada, sangrante... ¿Quién puede caminar cuando sus pies son solo un gran charco carmesí?
     Regresé rápidamente todos los pasos que había dado y me agaché a su lado.
     —Lo siento mucho —le susurré avergonzado—. Lo siento. Necesitas ayuda, pero yo no sé qué hacer.
     —¿Por qué estamos aquí, Yaros? Dime. Te cansaste de vivir la vida que nos había tocado después de la ascensión del líder…
     ¿Qué me estaba diciendo? Me llamaba por mi diminutivo. ¿Por qué lo hacía? Estaba claro que aquella experiencia se me había ido de las manos; Onira era onírica, es decir, un sueño. ¿Por qué jugaba con mis sentimientos, entonces? No tengo por costumbre responder a tantas preguntas seguidas. Necesitaba un respiro. Por eso la cogí en brazos y no dejé que pronunciara ni una palabra más.
     —No te entiendo —repliqué—. Pero hoy tu sangre es mi sangre. Así que sigamos.
     Qué heroico estaba siendo. Me desconocía a mí mismo. Y no me extraña. Ni siquiera en la peor de mis pesadillas había llegado a ser tan abnegado. Me gustaría, por eso, saber hasta qué punto puede manifestar empatía un veterano empleado de funeraria como yo, que no paso de maquillar a gente desfigurada y fría que ya ni siquiera se toma la molestia de respirar cuando está cerca de mí. Y si lo hicieran, me enviarían a la tumba de un susto, claro. ¿En qué quedamos, pues?
     Quedamos en que Onira se desmayó mientras me contaba el por qué de su nombre: Cuando ella nació, su madre lloró de alegría y se frotó varias veces los ojos para ahogar la sensación de ingravidez que le recorría el cuerpo. Las personas sensibles suelen llamar a esto felicidad, algo demasiado bonito para ser real. Yo lo llamo ‘efectos secundarios de la epidural’. Pero yo soy diferente. Y no soy médico.
     No recuerdo exactamente durante cuánto tiempo estuve recorriendo ese lugar con Onira entre mis brazos, pero sí sé que era un recinto muy vasto y monótono. Pese a que andábamos en línea recta, a veces me daba la sensación de estar pasando por un lugar que ya había visto; una columna, un adoquín, el mismo olor a tierra húmeda… Desde el suelo no se veía el techo, solo una gran bóveda oscura y desafiante. No había más camino que el que habíamos elegido. No había desvío alguno, ni pasillo ni puerta. Tampoco guardias. Para una mente tediosa y antipática como la mía era imposible deducir que alguien nos estaba esperando al final. Pero Onira sí se dio cuenta.
     —No ha aparecido ni uno —me susurró mientras despertaba—. Ni uno solo de ellos, Yaroslav. Eso es malo, eso es malo.
     —Tranquila, Onira. —La dejé en el suelo lentamente—. ¿En qué piensas?
     —Pienso que nos han dejado escapar a propósito.      
     Mientras ella hablaba, yo me desperezaba y hacía contorsiones extrañas a fin de eliminar el dolor en los brazos. Onira estaba sudando, pero había dejado de sangrar. Menos mal.
     —Dime —la interrumpí; ya ni siquiera la estaba escuchando—: ¿Hace cuánto que nos conocimos? ¿Veinte años? ¿Treinta, tal vez?
     Eso era imposible; yo solo tenía treinta y dos.
     —Hace cuarenta —sentenció de pronto ella—. ¿Lo has olvidado también?

***

     Por fin, al fondo del gran recinto, divisamos una enorme puerta entreabierta desde el otro lado de la cual fulguraba una cegadora luz violácea. Yo no había dejado de darle vueltas a la respuesta de Onira. Tampoco podía deshacerme de la inquietud que me había provocado la increíble coherencia de mi sueño. Era extraño, sí; pero coherente. ¿Quién no ha soñado alguna vez? ¿Cómo son las líneas argumentales de los sueños? Ocurren cosas, se visitan lugares, y ocasionalmente uno acaba apareciendo en otros lugares y en otras cosas. ¿Cómo? Ni idea. Cosas de sinapsis. Los sueños, además, SON MUY CORTOS. Pero yo…, bueno, Onira y yo llevábamos horas y horas caminando sin perder de vista el horizonte. Y eso era demasiado coherente para ser sano.
     Frente a la gran puerta, nos asaltó la indecisión. Creíamos que, como había venido ocurriendo durante todo el sueño, íbamos a tener tiempo más que suficiente para reflexionar en las consecuencias de nuestros actos –en este caso, sobre las consecuencias de atravesar esa llamativa entrada-. Pero no fue así.
     Escuchamos un ruido.
     —¿Qué ha sido eso? —dijo Onira.
     Unos pasos. Pero yo aun no me había dado cuenta.
     —No lo sé —dije.
     Miramos atrás… y nos quedamos atascados. Nuestras bocas no podían cerrarse, nuestros cuellos se habían incrustado en los hombros en una posición muy dolorosa… Desde el final del infinito recinto, como si nos hubiese estado persiguiendo hasta allí, venía yo. Caminando.
     —¿Cómo puede ser? —murmuré aterrorizado—. Es idéntico.
     Pero vestía diferente. Era...
     —¿Un samurái?
     —Sí, Yaroslav, un samurái. —Esa respuesta fue un tanto irónica, creo—. Y llega tarde.
     Nos ignoraba. ¡Yo mismo me estaba ignorando! No había lugar a la confusión. Tenía los mismos ojos castaños, el mismo cabello ondulado, las mismas cejas pobladas, los mismos pómulos redondeados, la expresión severa en los labios y la diminuta cicatriz en la mejilla derecha. Pero no decía nada. Avanzaba lentamente, con los ojos entrecerrados, hacia nosotros; hacia la puerta.
     —¿Sabe que estamos aquí? —le pregunté a Onira.
     —¿Cómo quieres que lo sepa? —me respondió ella con desdén.
     —Por supuesto que te veo —me aclaró mi extraño otro ‘yo’—. Pero no tengo intención de encariñarme contigo.
     Y siguió caminando hasta atravesar la entrada.
     El final tuvo lugar en una gran sala circular sobrepoblada de columnas. El suelo era de un mármol blanco muy bien cuidado; las paredes, de piedra caliza. Unos tímidos ventanales situados a gran altura eran el foco de la luz que habíamos visto Onira y yo desde fuera. Parecía un sol azul emborronado por nubes tormentosas. Y al fondo, un trono.
     —Te estaba esperando —murmuró con vehemencia quien estaba sentado en él.
     —Por mucho que ocultes tu rostro, no podrás escapar al castigo que te espera —replicó mi igual.
     —¿Qué estamos haciendo aquí? —me susurró Onira—. Dime, ¿cuál es tu plan?
     Pero no tuve tiempo de responder.
     No estaba oculta de nuestra vista, ni mucho menos; el extraño samurái portaba una katana plateada a sus espaldas. En tan solo unos segundos, la había desenfundado y había cruzado la gran sala hasta llegar al trono. Sin embargo, el extraño ser enmascarado no se quedó quieto.
     —¿Tienes tiempo para esto? —gritó—. ¡Suicida!
     Y comenzó a correr hacia Onira.
     —Dime, Yaroslav. ¿Qué vamos a hacer?
     Me había quedado paralizado. No esperaba nada de lo que ocurrió. De todas formas, ¿qué ocurrió? ¿Por qué tenía que preocuparme? Yo, yo mismo, Onira y un ser enmascarado que se dirigía hacia ella con los ojos inundados de odio… ¡Estaba durmiendo!
     —¡Corre! —fue todo cuanto pude exclamar—. ¡Corre, Onira!
     Mi otro ‘yo’ también venía hacia nosotros. No ignoraba que algo terrible ocurriría si el enmascarado nos alcanzaba primero. Sudaba profusamente. Le temblaban las manos. La delirante acción transcurría con la más inquietante de las lentitudes.
     —¡Onira! —comenzó a decir mi alter ego—. ¡Onira, no! —Estaba desesperado—. ¡Haz algo, inútil!
     Solo se me ocurrió abrazarla. No tenía ningún plan. No me vinieron a la cabeza recuerdos de manera milagrosa.
     —Esto no va a salir bien —musitó ella—. No va a salir bien, Yaros.
     El desenlace auguraba una sorpresa muy desagradable.
     —¡No va a salir bien! —gritó mi clon.
     Onira se había separado de mí y había comenzado a correr, a alejarse. El enmascarado no se lo pensó dos veces. Estaba claro que quería matarla. Y yo estaba patéticamente estupefacto.
     Lo último que recuerdo es que mi otro ‘yo’ no dejó de dirigirse hacia mí –ni siquiera se inmutó cuando el de la máscara cambió su trayectoria- con su espada en alto, lista para dar una estocada mortal a alguien. Parecía tener muy claro su objetivo.  

     3- Vida y juicio.

     Uno de los mayores placeres de mi vida siempre fue despertarme en mi cama y darme cuenta de que había llenado la almohada de babas. Era asqueroso, pero gratificante; el indicativo de que la noche había ido bien, o de que había dormido profundamente, o de que, sencillamente, no me había levantado a mear ni nada. Pero ¿cuál es la reacción correcta cuando uno se despierta con la cara recostada contra la barriga peluda del cadáver de un viejo?
     La mía, vomitar.
     Buenos días. Me llamo Yaroslav Smirnov, soy un macho de la especie humana, tengo algunos años más que mi perro y mi primer coche juntos –aunque bastantes menos averías técnicas-, y disfruto de la cómoda posición social de un estudiante de ciencias forenses que profesionalmente se dedica a poco más que maquillar cadáveres en una funeraria de la ciudad de Samara, en Rusia. Si les ha parecido extraña mi presentación, no se preocupen; les aseguro que era absolutamente necesaria para la posterior comprensión de este relato.
     Me quedé dormido sobre las dos y media de la madrugada. Mi último cliente aun tenía el torso descubierto, y yo no pude evitar dar mi última cabezada sobre él. Así fue como soñé con Onira por primera vez. Podríamos decir que nuestra relación se estableció en unas circunstancias bastante embarazosas de las que, mientras de mí dependa, ella nunca tendrá constancia.
     Pero vamos al grano; a la persona que me despertó.
     —¿Te parece bonito? —exclamó Hada, mi jefa.
     —Te aseguro que no —le contesté mientras me desperezaba—. Pero no había otro remedio. Me tienes trabajando como a un esclavo.
     Cuando me levanté de la silla, ella estaba ordenando meticulosamente todas las piezas del set de maquillaje que compartíamos. Era una mujer obsesivamente diligente. No podía soportar la sensación de estar perdiendo el tiempo; debía satisfacer a sus clientes, pero era consciente de que, como estos nunca se quejarían o le mostrarían su gratitud ante el trabajo realizado –y gracias-, la calidad de su esfuerzo dependía de su propio criterio. O del mío.
     —Vamos, Yaros. No podemos perder el tiempo. La apelación en el caso de la muerte de este hombre nos ha tomado por sorpresa.
     —¿Apelación?
     Yo estaba despeinado, desorientado y confuso. No dejaba de darle vueltas a la posibilidad de que el sueño fuera la acción presente, y no la de la última noche.
     —La hija ha protestado mucho —explicó Hada—. Dice que fue un asesinato.
     —¿Y tú qué crees?
     —¿Yo? —Ambos nos quedamos callados; miramos al muerto y sonreímos—. ¿Y eso que más da?
     —Lo atropellaron, ¿verdad? 
     —Eso es.

***

     Vamos a dejar clara la relación de Hada con la policía: Su hermano menor ostenta el cargo que ocupaba su padre antes de desaparecer sin dejar rastro. Se podría decir que él es la mamá de los pollitos en lo que a investigadores se refiere. Hada, por su parte, aparece como la típica hermana dulzona, guapa y sobreprotegida que siempre está al tanto de lo que ocurre, tanto por encima como por debajo de ella. Todo esto me deja a mí, empleado número uno y amigo íntimo de la señorita, la posibilidad de echar vistazos esporádicos a todos los archivos que pasen por las manos de la familia. En resumidas cuentas, soy, además de un excelente maquillador mortuorio, un forense informal de primera.
     Y voy aprendiendo.
     Mi segunda casa es ese sótano esterilizado. Cuatro paredes con un retrato cada una; algo más de seis metros cuadrados, los oleosos ojos del hermano, el papá y el abuelo de Hada mirándome fijamente a cada instante, y otro retrato con mi propia cara –una idea de ella, para eliminar la tensión-. Ocasionalmente dos grandes lámparas fluorescentes iluminan un gran sillón negro encuerado que puede reclinarse hasta convertirse en una camilla. A veces una de las lámparas se funde, y por eso hay siempre media docena de ellas reclinadas contra una esquina de la sala, justamente en el espacio que dejan las dos grandes mesas metálicas de instrumental. Hace frío; huele a formol con quitaesmalte. Ese es mi ambiente. Los muertos se tumban en el sillón, yo les digo que no se muevan y comienzo con lo mío.
     Aquel día todo tenía que ser exactamente igual a como era siempre. Ese hombre rechoncho no tenía desperfectos considerables; solo le afeaba la presencia –algo por lo que yo no podía hacer nada- y un gran hematoma en el costado izquierdo. Eso tampoco había de arreglarlo yo; solo cubrirlo. Me recliné sobre él varias veces y no noté nada extraño. Después me dirigí a la mesa de la izquierda y cogí de uno de sus cajones eso que yo llamo maletín de primeros auxilios para los casos de fealdad extrema. Mi reloj de muñeca dio las nueve y media. Sudé, aunque nunca suelo hacerlo. Sabía que algo no iba a salir bien.
     De repente, mientras inocentemente humedecía un pequeño disco de algodón con alcohol, percibí un efímero temblor en la mano derecha del cadáver. Quise pensar que no había sido nada; gases. Yo estaba de pie justo al otro lado de aquella mano inerte, así que bien pudiera haber sido mi imaginación la causante de todo. De nuevo retomé la labor con otro disco de algodón. Ya ni siquiera era del todo consciente de para qué estaba haciendo eso. Uno de los fluorescentes parpadeó; luego se apagó tras un aparatoso chasquido.
     ‘Vaya’, pensé. ‘Ahora cambia un fluorescente con las manos impregnadas de alcohol’.
     —¡Hada! —exclamé con nerviosismo, al tiempo que me dirigía a la esquina en que almacenábamos las lámparas—. ¡Hada, ven, por favor!
     De nuevo explotó un fluorescente. Y no hubo respuesta alguna. A esas alturas, aunque yo no lo supiera, el asunto ya estaba fuera de control. Me agaché con presteza –cada vez estaba más oscura mi segunda casa-, eché mano de dos de las barras luminosas y escuché como otra se daba de baja con virulencia. Cogí una tercera. Un leve dolor de espalda me recordó la cercanía temporal de un lumbago que me tuvo incapacitado por un mes. Pero por fin conseguí incorporarme. Escuché unos pasos detrás de mí, y supuse que era Hada, que había bajado para echarme una mano. Y me di la vuelta…
     Cuan equivocado estaba.
     La mano derecha del cadáver se cernió sobre mi cuello. La sorpresa era más grande que el dolor, pero en ningún caso que la sensación de ahogamiento. Aquello me resultaba ridículo: Unos fluorescentes cayendo al suelo; otro reventando en el techo. Un muerto que se había levantado y ahora me estaba estrangulando como a un cordero en ramadán. Solo Hada podía librarme de… ¡Pero qué digo! Visto lo visto, si los muertos caminaban, iba siendo hora de que los vivos ocupáramos su lugar. Mis vasos sanguíneos reventaban al compás de las lámparas (¿había tantas?); mis ojos intentaban salirse de sus órbitas. ¡Qué sensación! ¡Qué sueño!

***

     Mi reloj de pulsera marcó las diez. Estaba sentado en segunda fila. Vasto recinto, gente elegante –yo también-, cámaras de televisión al fondo… Hombre con peluca y martillo presidiendo un estrado. No había duda: estaba en un juzgado. Me había quedado dormido. Por suerte, parecía que nadie se había dado cuenta.
     Un hombre alto y flaco como un poste del alumbrado público caminaba de allá para acá. Mientras tanto, pronunciaba palabras melodramáticas mezcladas con términos jurídicos que yo no podía entender. Hada estaba sentada a mi lado; al mirarla, me sonrió. Sus prototípicos ojos azules reflejaron la incertidumbre presente en mi rostro.
     —¿Va todo bien? —me susurró.
     —Sí, sí. Creo que me he quedado dormido.
     También me preguntaba qué juicio era ese. Pero no podía decirlo en voz alta. Estoy seguro de que me hubieran tomado por un loco.
     —Señoría —dijo de pronto el letrado—: Desearía llamar al estrado a mi siguiente testigo. Se trata de la hija del caballero que, como estamos intentando demostrar, resultó premeditadamente atropellado por el señor Pávlov.
     —¡Protesto, señoría! —gritó de pronto otro tipo—. ¡Está dando por comprobados los hechos que se…!
     —Se admite —interrumpió el juez, notablemente más aburrido que yo—. Se le permite llamar a la testigo si no hace más alusiones a la culpabilidad del acusado.
     —Por supuesto. Entonces, pues, me gustaría llamar al estrado a la señorita Larisa Vorobiov.
     Alguien de entre el público se levantó. Estaba en primera fila, a mi derecha, unos seis o siete asientos más allá.
     —Señorita, por favor. Dese prisa.