Capítulos 4 al 6


4- Incongruencia y tecnicismo.

     Aun no os he contado como terminó mi primer sueño con Onira. Y es que no se me da bien describir sucesos traumáticos, pero vamos a resumir: En la enorme sala del trono en el que se sentaba el tipo enmascarado que corría hacia Onira para matarla había una copia exacta de mí que vestía ropas de samurái y se dirigía hacia el Yaroslav de verdad, que era yo, con una katana entre las manos.
     Lo reconozco, tampoco se me dan bien los resúmenes.
     El final de todo fue que ese ‘otro yo’ me atravesó virulentamente antes de que el enmascarado alcanzara a Onira. ¡Se veía tan libidinosa la espada destrozando mi hígado! El gesto era tan apasionado y elegante; el mío, muriéndome, quiero decir. Sin embargo, poniéndonos serios, lo que ocurrió acto seguido me sorprendió de verdad: Después de que la katana hubo terminado de penetrar en mis órganos internos y salió por la espalda, los torsos de mi ‘otro’ yo y el tipo enmascarado se convirtieron en un idéntico amasijo de sangre y entrañas roídas por el acero. Onira cayó al suelo de rodillas; se quedó mirándome. Después debió de correr hacía mí. Ya no me acuerdo. Solo sé que ninguno de nosotros tres sobrevivió.

***

     —Señor…
     —Smirnov; Yaroslav Smirnov.
     —Señor Smirnov —dijo el juez—, tendré que rogarle que guarde silencio en esta solemne sala de juicios. La testigo no necesita que le recuerden su nombre.
     —¿Pero cómo se llama? —protesté con vehemencia—. ¿Cómo se llama? ¿Onira o Larisa?
     —¡Por favor, guarde silencio!
     Estaba montando un escándalo. Me había levantado de mi sitio, casi me había encaramado a la barrera que separaba al público del espacio reservado para el discurrir del abogado, daba gritos histéricos, me sonrojaba, hacía que Onira y Hada también se sonrojaran. Al final, ambas hicieron ese gesto tan característico de las niñas tiernas de dibujos animados: agacharon la cabeza, melancolizaron su mirada y levantaron las rodillas para encogerse ligeramente sobre sí mismas y hacerme ver que se estaban avergonzando.
     —¡Se acabo! ¡Seguridad! ¡Llévense a este hombre!
     No era culpa mía. O al menos eso pensé mientras me arrastraban fuera de la sala. ¿Qué hubiera hecho cualquier otro tras encontrarse en la realidad a una persona con la que, aun sin conocerla, ha tenido un sueño tan espeluznante? Además, tan solo unos minutos atrás había sufrido otra dramática experiencia onírica en la que un cadáver se lanzaba sobre mí para estrangularme. No era mi día, desde luego; mejor que me diera el aire. Por eso no me resistí mucho y, una vez fuera, me senté en un borde de la acera para reflexionar. ¿Sería que me había excedido en el uso de algún producto cosmético y ahora estaba alucinando? Largamente; estaría alucinando largamente. No me dolía la cabeza, sino el pecho. Recordaba con una exactitud pasmosa el momento en el que la katana atravesó mi estómago y, por primera vez en mucho tiempo, me dieron ganas de vomitar al ver sangre. También era posible que estuviera padeciendo ese trastorno que te hace perderte retales de tu día a día; como si tu cerebro se desconectara y te saltaras horas y horas sin apenas darte cuenta.

***

     “Tu historia está perdiendo el interés… Se hace más y más aburrida a cada segundo, cada línea que pasa. Estoy perdiendo el tiempo contigo Yaroslav…
     ¡Despierta!”.
     Dos fluorescentes fundidos. Hoy les ha dado por explotar a todos, pero por lo menos he vivido una escena cinematográfica.
     Otro más.
     Voy a la esquina del sótano en el que trabajo para coger el repuesto. Huele a formol y quitaesmalte, el ambiente está frío; hay un pequeño receptáculo esterilizado que ilumina vagamente una de las mesas con una tenue luz azul. Desde donde estoy apenas puedo oír los cantos de los pájaros o las quejas de los conductores que están llegando tarde por culpa del atasco diario. Será que ya se han acostumbrado a escuchar las noticias por la radio; pero yo… este momento… lo he vivido antes.
     Sé que dentro de escasos diez segundos un cadáver va a abalanzarse sobre mí con las manos por delante y va a comenzar a estrangularme sin piedad. Pero… ¿por qué he regresado a este preciso instante? ¿No era todo un sueño? Apenas me queda tiempo. Voy a morir si no me doy prisa. Pero mi cuerpo no responde. Si Onira es la demandante y el muerto es su padre, eso quiere decir que el padre de Onira me va a matar después de muerto. Sé que ella es Onira. ¡Qué Larisa! Sé que su padre muerto me va a matar.
     Por eso me aparto.
     Justo a tiempo, parece ser. Me he tirado al suelo como si un atracador armado hubiese entrado en el sótano gritando las frases típicas de los bancos del Bronx. Sin embargo… Sin embargo, sigo estando allí, de pie, ahogándome mientras ese hombre gélido y casi translúcido me ahorca con sus teóricamente vigorosas manos de ex campeón de algo. ¿Por qué ahora estoy en dos sitios a la vez? Me he salvado; estoy seguro.
     “Tu historia no tiene interés alguno”. ¿De verdad?
     —Necesito tu ayuda —escucho al fin, y me doy la vuelta; ignoro a mi alter ego que está muriendo—. Te necesito… por lo que has vivido y por esto que estás viviendo ahora.
     Es Onira. Qué hermosura. ¡Cómo confundirla con otra! Ningún juez condenador podría convencerme de que tal belleza es producto de mi imaginación.
     —¿Eres Larisa? —le pregunto.
     —Soy quien tú quieras que sea.
     Su respuesta es sensual; no sé por qué, pero tiene que ser ella. Estoy seguro. Se me acerca, me rodea los hombros con su brazo omnipotente, mira al frente y sonríe. La situación es de lo más paradójica: Otro ‘yo’ muere a manos de su padre muerto, mientras que ‘yo’ vivo bajo los brazos de un sueño. Morfeo, Onira; Onira, Morfeo. Quiero decir que todo cuadraría si el viejo se llamase así.
     —Dime qué está ocurriendo, Onira.
     Ella se hace esperar. Su brazo comienza a pesar más que el silencio, así que me lo quito de encima y repito mi pregunta indirecta en un susurro furibundo.
     —Ese hombre que te está matando no es mi padre —dice al fin Larisa—. Y ese hombre al que ese hombre que no es mi padre está matando no eres tú.
     —¿Entonces quién es?
     Otro silencio. Los nervios se apoderan de mi estado de ánimo. Son demasiadas experiencias juntas, demasiado déficit –o superávit, no sé- de sueño. Onira Larisa responde:
     —No sé quién es, Yaroslav.
     “¡Maldita sea!”, pienso.
     —Pero sí sabes quién soy yo —percibo con agudeza—. Porque conoces mi nombre y yo no te lo he dicho.
     —Lo dijo el juez ayer. Cuando te desquiciaste en la sala. Pero ahora no tengo tiempo para discutir contigo. —Al fin, mi copia cae al suelo y espira su último hálito. El viejo se sienta sobre la camilla; calmado, sereno, como Onira. Y eso me enerva aun más—. Contigo ocurren muchas cosas, Smirnov. Pero principalmente hay tres que nos tienen bastante preocupados.
     —¿A quiénes?
     —De momento, a los que estás viendo.
     —¿Y después?
     —No estás en posición de hacer preguntas. —Onira ha rodeado toda la sala dando pasitos sigilosos, como si la persiguiese un detector de movimientos. De repente, se para junto a mí y comienza a explicarme uno de los hechos demostrables más insólitos que me han expuesto jamás—: Conoces el futuro; a veces. Sueñas con lo que va a pasar, y eso es algo que escapa a nuestra comprensión. Ya te ha pasado en muchas otras ocasiones, aunque tú no te has dado cuenta. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, has comenzado a ser consciente de que tus sueños eran en realidad recuerdos de un futuro que crees haber vivido en el pasado.
     —No le estoy entendiendo nada —le dije al supuesto muerto en afán de broma—. ¿Y tú?
     —Es imposible conocer el futuro de antemano sin una máquina que realice los cálculos matemáticos pertinentes —continuó Larisa, sin ni siquiera inmutarse ante mi interrupción—. No obstante, dichas máquinas deben tener en cuenta factores tan complejos como la intención de los sujetos implicados en la predicción o las posibles variaciones del campo físico en que esta se desenvuelve. El resultado es que los ordenadores de tu época aun son demasiado sencillos para lograr llevar a cabo semejante labor: No pueden predecir el futuro con certeza.
     “Esta no es la Onira con la que soñé”, me contradije indiscretamente, mientras ella aun desarrollaba su ininteligible charla.
     —Me gustaría que llegaras a un punto que yo pudiera entender —rogué finalmente—. Porque mi mente divaga, ¿sabes?
     —Ahora llegaba a eso. —Era como un archivo de audio artificial; no se detenía ni modulaba el tono de la voz. Qué magistral—. El resumen del diagnóstico, Yaroslav Smirnov, es que, contemplando la imposibilidad de conocer el futuro desde tu época, la única explicación plausible a tus sueños premonitorios es el hecho de que ya hayas viajado al futuro, y que, por tanto, ya conozcas esos acontecimientos con los que sueñas.    


     Parte Primera.
     5- Principio y reloj.

     —Vas a venir conmigo, lo quieras o no, Yaroslav Smirnov. Si quieres hacerlo, a mí me parecerá estupendo; si no, este hombre que me acompaña te hará una demostración de su fuerza.
     Entonces miré al cadáver de mi otro ‘yo’ que estaba tendido en el suelo, sin vida. Todo el perímetro de su cuello estaba brutalmente marcado por la huella sanguinolenta de una enorme mano. En estas cosas es mejor no arriesgar la vida.
     —Solo explícame adónde vamos —objeté con recelo—. Eso, y tu nombre verdadero, además de los motivos que te han traído hasta aquí, lo que tengo que ver yo con ellos y… quién es ese tipo que te acompaña.
     —Es mi guardaespaldas —contestó Onira con frialdad—. Las demás preguntas se me han olvidado… Hablas mucho y muy rápido.
     De repente, mientras aun estaba terminando de replicarme, la extraña muchacha metió una de sus manos en el bolsillo trasero de sus pantalones vaqueros y sacó de él un curioso objeto. En conjunto, su vestimenta era una especie de oda a una belleza muy abstracta. Parecía que quería llamar la atención a toda costa; de hecho, estaba un tanto diferente a como se me presentó en mi primer sueño. Su infinito cabello liso era todo de un gris metalizado que proyectaba y ampliaba cada mínimo detalle de la paupérrima luz de la estancia. Este brillo, a su vez, se reflejaba en sus ojos, del mismo color, y en el resto de su rostro, que sí conservaba la palidez que yo le recordaba. El caso de las ropas era singular; casi seguro que Onira no sabía cómo vestirse para encajar en aquella situación, y por eso había combinado todo tipo de estilos y tendencias sobre su cuerpo: En primer lugar, una blusa blanca ancha, con flecos en espiral desde los hombros hasta los antebrazos, donde terminaban las mangas. Encima de la blusa, que apenas tenía abrochados dos botones, lucía un llamativo corsé de robusto cuero negro; un espectáculo del mal gusto. Luego estaban esos tejanos blanquecinos que solo llegaban hasta la altura de los gemelos y unas sandalias, también claras, a juego con el complemento más ostentoso: Unos mitones de lana rayados de azul marino.
     —¿Qué es eso? —pregunté con desgana, viendo lo que había sacado la joven de su bolsillo.
     —¿No lo ves?
     Era un artilugio muy extraño; indescriptible, diría yo. Y sin embargo, tanto Onira como su supuesto escolta lo miraban con una candidez y una familiaridad tan simpáticas que me hacían sentirme como un pervertido por el solo hecho de desconocer la naturaleza del objeto: ¿Una caja, tal vez? ¿Un prisma de cristal?
     —Creo que has vuelto a equivocarte.
     Me quedé horrorizado. Era la primera vez que el ‘cadáver’ abría la boca.
     —Imposible, Rhaldan. Esto es un reloj. ¡Un reloj, Yaroslav! ¿No lo ves, o qué?
     —¡Qué no sé qué es, mujer!
     —Te lo he dicho, Lara. —Genial, otro nombre para Onira Larisa. Esta vez por cortesía del escolta ‘no muerto’—. Los relojes de esta época tenían agujas… o pantallas. El plasma subatómico retroalimentativo surgió a finales del siglo XXXI.
     —Antes de que digas nada, Yaroslav —comenzó a decir Onira Larisa Lara, destruyendo cruelmente la réplica que iba a salir borboteando de mi boca—, debes saber que existe un futuro y un pasado, y que estos tiempos son solo planos temporales relativos a este al que tú llamas ‘presente’. En otras palabras, hay algo más allá; pero hay un límite.
     —Estoy comenzando a entenderte.
     Mentira… Era muy temprano -¡quién sabe ya qué diablos era!- y yo seguía sin poder descansar de tantas paranoias juntas.
     —Me alegra —continuó ella—. Porque lo que voy a decirte ahora no es nada fácil: Hay una réplica exacta de ti que está causando estragos en el plano temporal al que pertenezco yo.

***

     Se hizo el silencio; el silencio se hizo notar; el silencio hizo ruido, digamos. Onira me había pedido que me quedara callado hasta que terminara el proceso. Me dijo: “vendrás conmigo, quieras o no”. Pero eso ya lo sabéis. Y el guardaespaldas futurista inmortal me miraba con la más absoluta de las seguridades. Sabía que no me iba a escapar; yo también lo sabía. De repente, mientras la joven agitaba aquel extraño artilugio al que ella llamó reloj, el suelo comenzó a temblar bajo nuestros pies y las paredes empezaron a cerrarse sobre sí mismas. En unas pocas fracciones de segundo, mi sótano ya había visto reducido su tamaño hasta la mitad, y los enseres de mi ingrata labor nos apretujaban a cada uno contra el cuerpo de los otros dos.
     —¡Esto te va a doler! —gritó Onira en última instancia—. ¡Pero no llores! —añadió con despotismo.
     Y es que en aquel momento yo no era consciente de nada; de hecho, de haberlo sido, sí habría preferido llorar antes que aguantar el dolor. Pero algo muy grande acababa de comenzar para nosotros dos, y era imposible concebir tanta grandeza sin haberla vivido.

***

     Una brisa maligna sobre mi rostro; un viejo dolor de muelas… Es mentira eso de que cuando pasas por una experiencia cercana a la muerte ves toda tu vida delante de ti en un segundo. Yo tardé casi cinco minutos en despertarme, y durante todo ese tiempo no dejé de presenciar errores del pasado como si de una película de celuloide se tratase.
     Tal vez es que he cometido muchos errores.
     —¡Despierta, dormilón! 
     Esta Onira parecía más dulce. Abrí los ojos.
     —¿Dónde estamos? —pregunté indispuesto, tras echar un vistazo a mi alrededor y descubrir una estancia semejante a una tienda de campaña traslúcida, hecha con la piel de algún pobre animal asesinado.
     Inexplicablemente, los tres estábamos de pie; sanos.    
     —¿Sabes por qué me llamo Onira? —me ignoró la joven—. Porque tú me llamaste así la primera vez que nos vimos… En otro plano, claro. Mi padre me llamó Larisa cuando nací; Lara, abreviado. ¿Soluciona eso alguna duda?
     —Muy pocas. ¿Cómo que ‘en otro plano’?
     Hubo una pequeña pausa. Onira miró a su guardaespaldas, Rhaldan, y este, a su vez, me devolvió una expresión de indignación acallada.
     —No sabemos por qué, Yaroslav —contestó el propio custodio—, pero vas generando copias de ti mismo en diferentes planos temporales.
     —Eres conocedor del futuro —agregó Lara—. Tienes la facultad de evitar que te pasen cosas malas. Sin embargo, cada vez que evitas que una tragedia se cierna sobre ti o sobre algún conocido tuyo, se genera una copia exacta del sujeto, la cual recibe todo el peso de la desgracia que le estaba reservada al original. ¿Entiendes?
     “Perfectamente”, pensé. “Como cuando esquivé la mano de Rhaldan que intentó ahorcarme y, aunque yo me tiré al suelo, una copia de mí se generó de la nada y fue igualmente estrangulada”.
     —Creo que sí —dije al fin—. Pero… ¿Por qué tengo yo ese poder?
     —Nadie lo sabe —respondió la chica—. Pero al parecer eres único.
     De pronto, se dejó oír en la tienda un pitido ahogado y difuso. Inmediatamente después, Rhaldan agachó la cabeza y Onira asintió con resignación.
     —¿Qué pasa? —increpé, un tanto nervioso, tras haber recuperado unas trazas de mi anterior cordura y mi sentido de la autoprotección.
     —No nos han dado permiso para regresar a nuestro plano temporal.
     —¿Y eso qué quiere decir?
     No hubo más que silencio.
     —¡Qué quiere decir! —exclamé desesperado, ante lo cual Rhaldan gruño ligeramente y se posicionó entre Onira y yo.
     —Quiere decir, Yaroslav —explicó por fin la joven—, que, por lo menos de momento, estamos atrapados en un plano temporal vacío; una de esas épocas en las que la humanidad casi se destruye y la Tierra se convierte en un yermo desolado.
     —¿En qué año?
     —No lo…
     —¡En qué año, Onira!
     Los nervios causan estragos en uno. Por muy galán o caballero que sea; por poco vitalismo que tenga; por poco belicoso que...
     Hice llorar a Larisa.
     —Si nos guiamos por los datos de los calendarios de tu época —me dijo por fin el celoso guardián—, estamos atrapados en el futuro, a unos dos millones de años de tu plano temporal.
  
        6- Tormenta y protección.

     Los amaneceres dorados, metafóricamente hablando, han estado sometidos a una cruel sobrevaloración durante toda la historia de la humanidad.
     Hablemos de Rhaldan:
     Vistas todas y cada una de las circunstancias temporales que rodearon al principio de nuestro viaje, se me hacía muy difícil imaginar que el guardaespaldas de Onira pudiese ser realmente un hombre corriente. Me parecía, incluso, humillante y osado atreverse a comparar esa imponente masa de carne y músculo con la corpulencia de un organismo endeble y perecedero como yo. Y es cierto que ya era viejo, y que, supuestamente, había estado muerto durante unas horas, pero no se debe confundir nunca la vejez con la inanición y sus efectos. Ese hombre se alimentaba bien; seguro. Debía de estar por los dos metros y medio de altura, cien o doscientos kilos de peso –difícil de precisar-, algo de grasa en los costados, poco pelo sobre el cráneo y una piel tan pálida como la de su protegida, o quizás el doble. Tenía una cicatriz que rodeaba todo el perímetro de su cuello (efectivamente, como si lo hubiesen decapitado) y algunas marcas de quemaduras en el pecho y los brazos (no olvidemos que llevaba el torso descubierto). Sus ojos no transmitían casi ninguna emoción; de hecho, si nos ponemos estrictos, podríamos afirmar que solo variaba el gesto cuando yo me metía con Onira. El resto del tiempo se mantenía en silencio, con las pupilas dilatadas rodeadas magistralmente por esa extraña aura gris que eran sus irises.
     ¿Que por qué decía lo de los amaneceres?

***

     —¿Qué voy a ver ahí fuera, Onira? —pregunté con una emoción sobrenatural.
     —No estoy muy segura —me contestó ella con desgana; su voz había comenzado a sonar melancólica y vacía, como el rostro de Rhaldan—. Si estamos en un plano vacío, es imposible saber cómo será el exterior.
     —¿Y qué hay de esta tienda de campaña? ¿Pretendes que me crea que estaba oportunamente colocada aquí?
     Mi última réplica fue ignorada de forma descarada y absolutamente merecida. Solo ahora me doy cuenta de que, dadas las circunstancias, estaba siendo demasiado impertinente. Pero también se podría reconocer que mi situación no era la más idónea para mantener la calma; acababan de secuestrarme unos visitantes del futuro… y hacía frío.
     —Soy ruso —le dije a Rhaldan, al tiempo que Onira abandonaba nuestro refugio sigilosamente.
     —Lo sé —se limitó a decir él.
     —Quiero decir que… que no me esperaba que hiciera más frío en este lugar que en Rusia.
     —Estamos exactamente en el mismo lugar, Yaroslav Smirnov; solo hemos cambiado de plano temporal.
     —Entonces… ¿sigue siendo este mi sótano?
     El guardián se quedó callado; probablemente irritado ante mi falta de aplicación a la comprensión de toda aquella paranoia que ni siquiera terminaba de creerme. Al ver que no tenía intención alguna de contestarme, decidí seguir el ejemplo de Larisa y descorrí las telas que servían de entrada a la tienda.
     —Hemos tenido suerte —puntualizó Rhaldan, sorprendiéndome gratamente—. Tras cientos de miles de años, el lugar en el que estaba tu sótano no se ha convertido en un océano, o en un volcán activo. De cualquier otra manera, sin importar la protección que nos reportase esta tienda inter-temporal…
     —…Ahora estaríamos muertos —deduje con osadía, y el guardián asintió.
     Jamás pensé que vería algo así. No, al menos mientras estuviese vivo. Cuando dejé atrás la entrada de la tienda, Onira estaba contemplando el horizonte con el más tierno de los ensimismamientos. Me daba la espalda, los largos flecos en espiral de su blusa se mecían de un lado a otro al ritmo de un viento suave y cálido; al ritmo de su infinito cabello gris. De repente, se dio la vuelta.
     —Qué amanecer tan dorado —casi susurró—. No puedes ver amaneceres tan limpios cuando el ser humano llena el planeta, pero…
     ‘Pero’. Un solo pero; un gemido lastimero seguido de un silencio desconcertante. La mirada de Onira que se iba cerrando, su rostro que se apagaba, sus manos que, entrelazadas sobre su regazo, comenzaban a temblar y a separarse hasta que, por fin, una de ellas me señaló.
     —¿Qué ocurre?
     No me señalaba a mí; me di cuenta. Qué narcisista soy. Miraba al horizonte que se extendía a mis espaldas, más allá de mí, más allá de la tienda, más allá de Rhaldan. El suelo estaba cubierto por una capa de polvo cobrizo que convertía el paisaje entero en una especie de montaje cinematográfico marciano. Yo me negaba a darme la vuelta. Onira corrió los pocos pasos que la separaban de mí y me abrazó con tanta fuerza que no pude evitar… verlo…; me dejaba sin aire…; maldito… abrazo de oso. Desde detrás de mí, se acercaba un tornado tan dorado, vasto y potencialmente destructor que llenaba con una nube de polvo todo mi campo visual. Íbamos a morir. Poco a poco me fui dando cuenta de que la personalidad de Onira era muy desconcertante en situaciones extremas. No era sin razón que llevaba un guardián; un protector. ¿Pero cómo iba a protegerla de semejante fenómeno natural?
     —¡Haz algo, Yaroslav! —me gritó la chica.
     —¡Eres tú la que tiene un reloj para viajar en el tiempo! —le respondí igualmente horrorizado.
     —¡No seas imbécil! ¡Si pudiese hacerlo ahora, lo haría!
     Y el guardián dio la cara. El tornado estaba cerca. Rhaldan no daba la impresión de ser uno de esos tipos que se piensan las cosas más de dos veces; se agachó junto a la tienda, arrancó dos de las cuatro enormes estacas que la anclaban al suelo y corrió hacia nosotros con ellas entre las manos. Luego, al alcanzarnos, dio un tremendo salto y volvió a clavarlas con tal virulencia que solo quedó de ellas un palmo fuera de tierra.
     —¡Meteos debajo de mí! —exclamó impasible—. Mientras estéis ahí, no os ocurrirá nada malo.
     Onira y yo nos quedamos mirándonos. Ella me soltó; yo me sentí inútil.
     —Pero… Rhaldan.
     —¡No proteste, señorita Lara! ¡Yo mismo le prometí a su padre que daría hasta la vida por protegerla!
     Bajo el torso del guardián se extendía de pronto una aparentemente impenetrable fortaleza de seguridad y confianza. Técnicamente, desde la vista inexperta de un ser humano que no estuviese sufriendo aquellas terribles circunstancias, lo único que hacía Rhaldan era tumbarse sobre nosotros mientras se agarraba a las estacas que había clavado con todas sus fuerzas. Para nosotros, eso ya era más que suficiente.
     El fin se acercaba; el viento soplaba con ímpetu. Aunque a nuestros ojos apenas llegaban unos resplandores difusos de toda la energía que se estaba liberando en el exterior, no era suficiente el solo cuerpo del guardián para resguardar del azote cada milímetro de nosotros, y nuestras piernas, expuestas a la intemperie, comenzaban a ser castigadas por trozos de piedra volátil y granos de arena devastadores.
     Rhaldan no dejó escapar ni un solo gemido de dolor. Su espalda, aun desnuda, se llevaba la peor parte del cataclismo. Sin embargo, sus manos no daban ni la más mínima señal de querer ceder a la virulencia del viento; aquel hombre era una roca, como muchas de esas otras que estaban siendo llevadas de un lado para otro por la voluntad del tornado.

***

     Calma… Calma. Es falso eso de que después de la tormenta siempre llega. Muchas cosas de las que se dicen son falsas, ciertamente, pero esta…
     Después de la calma, llega la incertidumbre; con la incertidumbre, el dolor; con el dolor, la otra tormenta: la interior.
     Onira se levantó. Ambos habíamos salido de debajo de Rhaldan al ver que no contestaba a nuestras llamadas. Estaba inconsciente. La reacción de Larisa debía de basarse en entrañables experiencias pasadas: No dejaba de repetir el nombre del hombre, de agacharse y levantarse de su lado, de zarandearlo. Yo, en cambio, me limité a tomarle el pulso, detectar que estaba vivo, que aun respiraba, y a otear el horizonte en busca de alguna señal de vida ajena a nosotros. Porque al fin y al cabo, si nuestro guardián no estaba en condiciones de protegernos, tampoco nosotros estábamos en condiciones de sobrevivir.