Capítulos 7 al 9


7- Engaño y desolación I.

     Por supuesto, Rhaldan no era el único malherido tras la tormenta. La arena y los escombros, cuando vuelan por los aires a velocidades incalculables, tienen la curiosa capacidad de convertir en harapos hasta las prendas de mejor calidad. Cosas que en su día fueron caros pantalones tejanos, como los de Larisa, acaban convirtiéndose en cuestionables piratas callejeros que ocultan litros de sangre tras sus telas.
     Llegó el silencio, y con él, mi meta de evitar a toda costa imaginar el aspecto que presentaría el torso desnudo del guardián.

***

     Cuando abrí los ojos estaba tumbado en una incómoda cama rústica, con kilos y kilos de mantas sobre mi cuerpo, y la seguridad absoluta de que Rhaldan se había dejado la vida en el intento de protegernos. Me saludó muy formalmente una muchacha que mojaba vez tras vez un paño en agua y luego me lo colocaba sobre la frente:
     —“Te has librado de una buena”.
     Pero yo no entendí nada. Por aquel entonces, solamente hablaba ruso y chapurreaba inglés.
     —“¿Erense?”.
     —Lo siento, no te entiendo —respondí con dificultad, tras haber sentido como si se me desprendieran los pulmones al abrir la boca.
     —¡Ah! Ruso clásico —dijo por fin la joven—. Tienes suerte otra vez. Has dado con una estudiante de primera.
     —¿Dónde estoy? —pregunté sin rodeos.
     —No debería preocuparte tanto el dónde, sino más bien el cómo. Te encontré vagando por las llanuras. Estabas malherido; pensé que no sobrevivirías.
     —¿Y qué ha pasado con los demás?
     El incómodo silencio que se produjo tras la pregunta me dio la respuesta que había pedido. La joven me miró a los ojos con una tristeza tan falsa como mi fe en la realidad de aquel momento.
     Le devolví la mirada.
     —No hace falta que me contestes. De hecho, ya…
     —Están vivos —confesó de pronto—. Tanto la chica, como el guardián; están vivos los dos.
     —¿Y adónde los has llevado?
     —Yo no me los he llevado.
     —Pero sabrás donde están, ¿no?
     —Ni idea.
     —¡Pero si sabes que están vivos, tendrás que saber qué fue de ellos!
     La conversación estaba adquiriendo un matiz ciertamente áspero e incómodo -más aun que la cama- y la chica sintió la necesidad de decirme su nombre para acallar los latidos de nuestros corazones irritados, que comenzaban a escucharse por encima de nuestras pocas ropas.
     Hacía calor.
     —Me llamo Odessa. ¿Cómo te llamas tú?
     —Yaroslav.
     Y nos quedamos en silencio durante unos minutos. Hubo más paños húmedos; después, tiempo suficiente para que Odessa descubriera que tras mi máscara de desconfianza se escondía la verdadera personalidad insegura y desolada de un viajero del tiempo; instantes suficientes para que yo descubriera que tras los actos de salvación de Odessa no había otra cosa que un mero afán instintivo por conservar vivo al prójimo.
     Pero ninguno de los dos descubrió nada.
     Yo me dediqué a grabar en mi memoria cada ínfimo detalle del cuartito en el que reposaba; cada grano de arena del suelo, cada mota de polvo de la pared de ladrillo visto, cada retal de la tela que ornamentaba incomprensiblemente las ventanas y, en el cuerpo de la joven, cada rastro de una virulencia excesiva y desordenada, de nuevo, seguramente, producto de alguna tormenta del exterior. Me recordó a Onira; a la primera vez que la vi. Sus muñecas y sus tobillos también estaban vendados con trapos viejos y mugrientos; su rostro, marcado por dos o tres cortaduras de poca consideración que en algunos días pasarían a ser cicatrices. Y yo estaba exactamente igual.
     —¿Cuánto tiempo llevo aquí? —pregunté con desgana, una vez que hube dado por concluida la ronda de observación.    
     —Durmiendo, probablemente algo más de dos días. Pero antes de desmayarte hiciste varias cosas. —Amnesia. Esa hubiese sido la explicación perfecta en mi época. En el futuro, quién sabe. —Según parece, has olvidado todo lo que ha ocurrido durante esta semana. Pero eso ahora no importa. Ya has dormido bastante. —Ahora el tono era alegre y positivo; incluso se le escapó una de esas sonrisas con los ojos cerrados—. Levántate, perezoso. Tenemos que hacer algunas compras en la ciudad.
     —¿Pero qué estás diciendo?… ¿De verdad me pides que, después de haber perdido a mis compañeros y a mis recuerdos de la última semana, me levante como si nada hubiese pasado y me vaya de compras contigo?
     Odessa agachó la cabeza. Tras unos instantes, muy tiernamente, por debajo de su largo flequillo rojizo, comenzaron a asomarse de nuevo esos ojos otoñales con los que me había despertado.
     —Te gusta hacer sufrir a las mujeres, ¿eh? —me reprochó—. Era probable que en el mercado encontraras a alguien que supiese algo de tus amigos. Pero… —Prolongó la letra ‘e’, se levantó de su silla y comenzó a caminar hacía lo que parecía una puerta deforme y sin medida de seguridad alguna—, si no quiere venir, señor Yaroslav, está en su derecho. Al fin y al cabo, ni siquiera parece de esta época. Doy por sentado pues que…
     El hilo de voz falsamente indignado fue desvaneciéndose a medida que la imagen de la chica desaparecía de mi vista. En pocos segundos, la incertidumbre me obligó a ponerme de pie.

***

     No quiero ni siquiera recapitular en todas las paranoias en las que me perdí durante mi primera semana de reclusión en el futuro. Lo último que ocurrió fue que abandoné la casa de Odessa para acompañarla al mercado. Los dos teníamos el aspecto de piltrafas mugrientas pseudo-resucitadas (lo que en el mundo real se conoce como ‘zombis’), y así, como llegamos al mercado, todo el mundo se quedó mirándonos en un auténtico derroche de impertinencia.
     —He de reconocer que por el camino me he asustado bastante —confesé mientras caminábamos entre la indiscreta multitud; tener a Odessa a mi lado como la única persona que no me miraba con lástima me hacía sentirme más cerca emocionalmente de ella—. Pensaba que nos alcanzaría otra tormenta de arena en mitad de la llanura.
     —Son tornados, Yaroslav; tornados gigantescos. En estas épocas de regeneración medioambiental se suelen dar con mucha frecuen-… “¡Pero, qué diablos! ¡Señor, deje de mirarme así!”
     Eso último no lo pude entender.
     —Odessa… Nos está mirando todo el mundo. ¿Qué le has dicho a ese viejo?
     —¡Está intentando saber qué hay debajo de mi vestido!
     —Déjalo, mujer. —Ahora yo me estaba riendo—. Déjalo.
     Al final nos detuvimos. Habíamos llegado a un punto en el que los edificios de esa parte de la ciudad –construcciones que en mi época no pasarían de ser castillitos de arena endurecida a escala real- se cerraban unos sobre otros formando un callejón deficientemente techado. Apenas unos rayos del impetuoso sol se colaban por unos agujeros de la bóveda, cuando Odessa se olvidó del anciano que la miraba con lascivia, cambió su gesto con una mirada más solemne y se detuvo frente a una caseta de madera con un gran cartel manuscrito ilegible para mí. Tocó la puerta tres veces.
     —Es aquí —dijo después—. Aquí es donde compraré lo que necesito. Si quieres puedes preguntar a las personas de la zona por Onira y su guardián. Necesito algo de tiempo en esto.
     —De acuerdo. No hay problema.
     Mi reacción no levantó sospechas; seguí aparentando no entender nada de lo que ocurría. Pero, ciertamente, aquella chica me había caído demasiado bien. Tenía esa labia fortuita y esa capacidad para cambiar de estado de ánimo que siempre he admirado. Parecía una mujer luchadora. Tonterías que a veces pienso.
     —Si les hablas despacio en ruso, te entenderán; si alguien no te responde en tu lengua, pregúntale a otro. ¿Te parece bien?


     8- Engaño y desolación II.

     La gente del mercado no se sentía cómoda con mi presencia. Su desconfianza se hacía patente en cada uno de sus gestos, en cada mirada, en cada murmullo... Por eso me acerqué a la primera persona que pareció no asustarse de mi cercanía; era una anciana bulliciosa y decrépita que regentaba un puesto de frutas en el mercado, no muy lejos de la tenducha en la que había entrado Odessa. Al ver que me aproximaba, todos los clientes se alejaron sin siquiera terminar sus compras. La vieja me miró con prepotencia y exclamó unas palabras que no pude comprender.
     —Discúlpeme —le dije muy despacio—, no le entiendo. ¿Habla usted ruso?
     Ya había poca gente a nuestro alrededor. La plazoleta se había quedado muda; la arena del desierto que inundaba el suelo empedrado era ocasionalmente sacudida por unas ráfagas de viento que me recordaron el origen de mis extrañas circunstancias... Una tormenta.
     —Este pueblecito es un oasis en mitad de un páramo engañoso y desolador —habló por fin la anciana, al tiempo que se agachaba para coger algo de debajo de una caja de frutas—. Nunca antes tuvimos problemas con los extranjeros o con la gente que venía del futuro. Pero tú, amigo mío... —Entonces vi lo que sujetaba entre las manos: un perturbador cartel de papel amarillento—. Tú estás esparciendo por este lugar un nerviosismo inaudito. —Era un cartel con la cara de Onira, la cara de Rhaldan y la mía—. Te ruego, ya que mis vecinos no se atreven ni tan siquiera a acercársete, que no perturbes la paz que se respira en este lugar.
     Hablaba un perfecto ruso; con un acento extraño, pero un perfecto ruso. Solo ese detalle me transmitió la confianza necesaria para exponerle mis dudas con respecto al cartel.
     —¿Qué quiere decir? —balbuceé con extrañeza—. ¿Por qué sale ahí mi cara?
     —Un joven apuesto y hermoso. A pocas personas les favorece la barba de tres días como a ti. Y más ahora, que debes de estar pensando que me he vuelto loca, o que no te entiendo, o que como soy vieja y sorda te ignoro por profesión. ¿Qué sabes del Plano Temporal Final, Yaroslav Smirnov del pasado?
     —Señora, le repito que no entiendo nada de lo que me está diciendo. Lamento ser tan sincero, pero sus frases no tienen coherencia.
     —¿Crees que se puede viajar en el tiempo?
     Qué mujer tan desconcertante aquella. Sin embargo, de pequeño me enseñaron que hay que ser cortés aun en las circunstancias más desfavorables para ello.
     —Claro que sí —respondí sin más.
     —¿Y hasta dónde crees que se puede viajar, Yaroslav?
     —Oiga… ¿Cómo sabe mi…?
     —Solo contesta. ¿Hasta dónde podemos viajar?
     —¡No lo sé! Supongo que hasta donde queramos.
     Al fin la vieja guardó unos instantes de silencio. Entrecerró los ojos, agachó la cabeza y asió con más fuerza el cartel en el que aparecían nuestras caras, hasta el punto de arrugarlo por los bordes. De nuevo nos golpeó el viento. Parecía haber tras cada esquina de las rústicas viviendas de los alrededores del mercado un pueblerino sumamente atento a todo cuanto decíamos la anciana y yo.
     —Hoy vas a aprender algo nuevo, joven: El futuro no es infinito. La distancia hasta la que podemos viajar en el tiempo tiene un límite. Es lo que se conoce como Plano Temporal Final, o presente absoluto. Los acontecimientos que tienen lugar en ese tiempo van actualizándose a cada segundo que pasa; más allá de eso, no existe futuro alguno, y todas estas épocas anteriores están regidas por los deseos del poderoso gobernante del Plano Temporal Final.
     —¿Por qué me dice eso ahora? ¿Qué sentido tiene? Señora, escúcheme: todo el mundo está empeñado en que yo soy alguien que no soy, en que conozco cosas que en realidad no conozco y en que puedo hacer cosas que en realidad no sé si puedo hacer. ¿Por qué también usted? ¿Qué sentido tiene que sepa que hay un futuro más allá del cual no hay nada?
     Otra vez, quietud. La vieja tenía una increíble capacidad para manejar las pausas y añadirle incertidumbre a mi sensible estado emocional. Al fin me miró y dijo:
     —Te buscan, joven. Desde el presente absoluto han emitido esta orden de busca y captura contra ti, Larisa Vorobiov y su guardián. Vuestros rostros están siendo rastreados en mil y una épocas diferentes. A cualquier lugar a donde el gobernante del Plano Temporal Final crea que habéis podido huir, se están enviando caza-recompensas con el cometido de encontraros.
     —Pero… Por qué… ¡Estoy cansado ya de esto! ¡Usted no sabe en qué circunstancias he venido yo desde el pasado!
     —No. No lo sé.
     Parecía apenada.
     —¿Sabe tantas cosas y no sabe cómo me siento? —seguí gritando.
     —Yo no puedo ayudarte más.
     —¡Al menos dígame cómo sabe todo eso sobre mí!
     —Todo el mundo sabe estas cosas, muchacho. El tiempo es como una fina sábana; al plegarse sobre sí misma, crea planos temporales que pueden ser plenamente gobernados independientemente de en qué época se encuentre el gobernante.
     De nuevo estaba armando un gran alboroto en un lugar en el que podía ser reprendido. ¡Pero estaba cansado! ¿Dónde estaban Onira y Rhaldan? El estaba herido, ¿no? ¿Qué podíamos haber hecho…? No, no: ¿Qué podría haber hecho yo para que me estuviesen buscando desde el mismísimo futuro absoluto?
     Todas mis inquietudes se me venían encima. El corazón… Bueno, no hablemos del corazón; me temblaban las manos, me estaba quedando sin aire. Pero, como me suele ocurrir en las situaciones extremas, no tuve tiempo de reflexionar en lo que acababa de oír. Es algo extraño; tengo una gran capacidad para ser odiado. De pronto, alguien había posado el cañón de una pistola sobre mi nuca.


    
***

     —Porque Larisa es la futura emperatriz del futuro absoluto —dijo una voz mínimamente conocida; la que me encañonaba—. Eso quiere decir que pronto va a casarse con el emperador… y llegará a ser la mujer más poderosa de todos los tiempos, porque gobernará a la vez sobre todos los tiempos.
     —Odessa… —deduje con pesar—. Eres tú, Odessa.
     —Lo siento, Yaroslav. Siento tener que amenazarte de esta forma después de haberte salvado. Pero solo yo entiendo qué se esconde tras todo esto.
     La vieja se mantenía calmada. Parecía, incluso, que esbozaba una ligera sonrisa llena de satisfacción.
     —Tú eres… —Mis ojos se abrieron de par en par—. Tú eres la caza-recompensas. Has venido para llevarme al futuro absoluto.
     —No, Yaroslav. Te equivocas. No voy a permitir que regreses ahí. —Entonces escuché como la pistola chasqueaba; me quedaba poco tiempo—. Sé lo que planeas. Sé que estás fingiendo ser un Yaroslav de otro plano temporal para quedar exento de tu castigo.
     —Pero… Pero… ¿Quién eres tú?
     —¡Cállate! ¡No soy una mujer débil! ¡Sé que solo quieres casarte con mi hermana porque es la hija tecnóloga del armero del reino! ¡No creas que soy estúpida!
     Ahora había una mujer llorando en el mercado. La vieja sonreía más; la pistola temblaba, yo no podía darme la vuelta. Había levantado las manos instintivamente, como quien es detenido por cometer un delito grave.
     —Odessa… No sé de qué estás hablando.
     —Claro que sí, pedazo de traidor. Quién si no iba a ser tan canalla para emitir una orden de captura contra sí mismo, mientras el pueblo entero se revoluciona contra su tiranía. ¡No voy a dejar que te cases con Larisa!
     —Pero… Yo.
     —Dale una oportunidad, muchacha —intervino de pronto la vieja—. Sé que estás tensa y que no quieres oír hablar de la diplomacia del futuro absoluto. Pero piensa que Larisa ha viajado al pasado para encontrar al Yaroslav original y de esta manera recordar las razones que la llevaron a enamorarse de este hombre antes de que se convirtiese en lo que es en el futuro…
     ‘¿Yo? ¿Onira y yo? Imposible. Ese temblor en mis piernas… Es imposible que Onira haya ido a buscarme porque me quiere.’
     —¡Te estás sonrojando, bastardo!
     —Dale una oportunidad, Odessa… Hazle la pregunta…
     ‘¿La pregunta? ¡Me van a matar, señora!’
     —Está bien… Está bien… Soy lo que soy porque conservo la calma. Respiro…
     —Bien, muchacha. Muy bien.
     ‘¡Qué ambiente tan jovial para una situación tan potencialmente mortal!’
     —Escúchame, Yaroslav Smirnov: Te daré solo una oportunidad para que demuestres quién eres realmente. Si descubro que eres el Yaroslav del futuro absoluto, no permitiré que regreses allí con vida… Pero si demuestras que eres el Yaroslav del pasado, el original, confiaré en los métodos de Larisa, mi hermana, y dejaré que vuelvas con ella. ¿Estás de acuerdo?
     —Sí. Por favor.
     —Tienes que responder a mi pregunta sin rodeos. Si me mientes, te mataré. Si no me gusta lo que oigo, te mataré.
     —Adelante.
     ‘No hay marcha atrás’.
     —Escúchame bien, y dime: ¿Alguna vez has tenido a alguien a quien amar?


     9- Yaroslav y Heather I.

     “Mis padres desaparecieron de mi vida siendo yo muy niño”.
     Fue así como comencé con la respuesta que salvaría mi vida. El relato se iba prolongando a medida que la curiosidad de Odessa se veía saciada, y sus ansias de borrar mi existencia disminuían y eran arrastradas por el suave viento que moldeaba a su antojo la fina capa de arena del suelo.
     “Ni siquiera recuerdo, ni me he esforzado por recordar, las circunstancias que los llevaron a desaparecer. Terminé por ser internado en un orfanato de Vladivostok; el lugar del que, aunque pueda parecer contradictorio, conservo los mejores recuerdos de toda mi existencia.
     Allí no había afán de subsistencia, ni de lucro, ni rivalidad alguna. No se debe confundir la orfandad con la pobreza; en aquel lugar, la vida transcurría de manera serena e inquietantemente feliz. Fue en ese orfanato donde conocí a Heather. Ella era una niña inglesa que había perdido a su madre debido a una enfermedad degenerativa hereditaria. Esas tristes circunstancias llevaron a su padre a trabajar menos horas; la compañía del padre hizo de Heather una chica de apariencia más alegre, pero nunca logró mitigar su tristeza más profunda. Para cuando mis padres desaparecieron, yo tenía cinco años, y el orfanato de Orson Williams, el padre de mi amiga, acababa de ser inaugurado.
     Nos conocimos cuando Orson decidió vender la casa en la que vivían él y Heather a fin de aumentar el presupuesto del orfanato. Los dos se mudaron a la enorme residencia de los niños sin papá y yo aprendí a ser un hombro en el cual llorar para una hermosa mujercita.
     Cumplimos juntos diez, doce, dieciséis, dieciocho… Convertimos el tiempo en una variable insustancial. Cada día era para nosotros la complicada suma de simplísimos segundos llenos de muestras de afecto y lealtad. En poco tiempo, el llanto pasó a la historia y, con ese último avance, también mi hombro dejó de ser la única parte de mi cuerpo en la que Heather se acostumbró a recostarse.
     Solíamos debatir sobre diversos temas. Para ella, cada pregunta era un mundo paralelo; para mí, la posibilidad de darle una parte de mí: un razonamiento, una respuesta, otra pregunta, un beso… Poco a poco nos fuimos convirtiendo en enamoradizos filósofos atrapados en el tiempo. Olvidamos cuántos segundos pasamos en el jardín del orfanato; cuántas horas, días, meses, quizás. En cierta ocasión, nos paramos a reflexionar sobre el físico de las hadas. Ella sostenía que las ninfas tradicionales volaban gracias a unas finas membranas semejantes a las de las alas de las libélulas. Yo le dije que los estereotipos habían hecho mucho daño a las criaturas mitológicas, y preferí decantarme por la opción de que las hadas tuviesen plumas. Heather dijo: ‘las plumas son para los pájaros’ y yo asentí avergonzado. Sin embargo, luego me paré a pensar en su nombre. El inglés era uno de mis pasatiempos favoritos; los juegos de palabras, el mejor. Y en inglés, la palabra que se utiliza para decir ‘pluma’ es muy parecida a la palabra que yo empleaba para nombrar a mi amiga”.
     En este fragmento de la historia, noté que a Odessa le costaba comprenderme. Tal vez no esperaba de mí semejantes aficiones infantiles, pero de todas maneras bajó la pistola y me dejó continuar.
     “Heather se parece a ‘feather’. ¡Mi novia de la infancia era como esas plumas que las hadas podrían haber tenido si el mundo hubiese sido como a mi subconsciente le gustaba! Desde ese momento, a Heather la llamo Hada; porque ella es como una preciosa paradoja en mi vida.
     Para cuando cumplimos dieciocho, el idilio ya había terminado hacía meses. La madurez trajo consigo muchas cosas tristes. Por eso yo siempre digo que, en la deprimente mayoría de los casos, un adulto no es más que un niño que ha perdido la capacidad de jugar. También la madurez nos trajo la muerte de Orson, el padre de Hada, y la dura decisión que ella tuvo que tomar con respecto al orfanato.
     Nuestra relación se había vuelto muy distante. Por una parte, a ambos nos avergonzaba el simple hecho de haber conocido la desnudez del otro. Ya no podíamos ir más allá; con la fantasía juvenil, también había terminado de un plumazo (un featherazo, si se me permite) nuestra atracción mutua. Sin embargo, tampoco podía yo concebir a Hada como una hermana, porque con una hermana uno no hace las cosas que yo hice con ella.
     El orfanato terminó por venderse. Se llevó muchos de nuestros recuerdos, muchas huellas de manos sudorosas, broncas de Orson, huelgas de ropa. Así pues, con el dinero que obtuvo, Hada, muy emprendedora, decidió establecer una funeraria en Samara, y me pidió a mí, su no-puedo-amarte-pero-tampoco-odiarte personal que fuera su empleado estrella mientras luchábamos por subsistir (como nunca antes habíamos luchado; juntos, pero no revueltos) y disimular que la vergüenza nos impedía incluso sonreírnos”.

***

      Odessa, lejos de trise, estaba irritada. Se ofuscó en pensar que el amor que hubo entre Hada y yo no debió subordinarse a nuestra condición de ridículos fantasiosos. Volvió a subir el arma y no me dejó darme la vuelta. La vieja, en cambio, sonrió con picardía.
     —Tu pregunta está respondida —murmuré resignado—. ¿Te gusta?
     —¡Odio que olvidaras eso! —gritó de repente la joven—. ¡En el futuro eres una persona horrible, Yaroslav!... Una persona horrible.
     Ahora sí lloró.
     —Él te ha contado lo que querías oír —argumentó la anciana—. Ahora ya sabes que tu hermana Onira es solo un parche para el dolor que Yaroslav siente de haber perdido a Heather.
     Era extraña aquella sensación: la sensación que producía saber que esas dos mujeres estaban hablando de quien era yo en un futuro; de un ‘yo’ que no era yo... Un ‘yo’ desconocido para mí.
     —¡Tengo que dejarte ir!... Pero antes, Yaroslav del pasado, prométeme una cosa.
     —No voy a enamorarme de Onira —interrumpí con frialdad—. Entiendo mínimamente que la persona que soy en el futuro le está haciendo daño a esta chica.
     —Y sin embargo, ella ha ido a buscarte porque necesitaba conocer a la persona de la que se enamoró. ¿Lo entiendes, Yaroslav? ¿Entiendes que ella quiere llevarte al futuro para sustituir a tu otro ‘yo’?
     —Entiendo que ese sea un tipo detestable, pero no comparto la decisión de Onira. No me parece justo que me robe mi vida para arreglar la suya.
     —Y yo no la defiendo, aunque soy su hermana, pero no es solo su vida lo que quiere arreglar: El Yaroslav del futuro la tomó por la fuerza, como mujer trofeo. Sin embargo, más allá de sus sentimientos, está el hecho de que si no se casa con tu alter ego de nuestra época, su tiranía para con el pueblo alcanzará límites insospechados.
     Aquella última declaración me dejó descolocado. El resultado de todo y, al mismo tiempo, la causa por la que yo estaba allí, era que Onira iba a ser forzada a casarse. ¡Qué clase de hombre soy en el futuro! Sé de sobra que Onira tiene cicatrices… ¿Quién se las hizo?
     —¡No puedes acceder! —gritó de repente la vieja—. ¡Larisa sufrirá!... La persona que eres tú en el futuro puede poseerla con violencia, hacerla llorar, maltratar al pueblo, pero…
     —Pero aun así no podemos introducir a dos copias de una persona en el mismo plano temporal —concluyó Odessa—. Es una norma básica, y mi hermana la está incumpliendo por motivos egoístas. Has de ayudar en esto; no puedes llegar hasta el futuro absoluto. ¿Entiendes lo que eso significaría? ¿Dos Yaroslav en un plano? Él está enviando caza-recompensas como yo con la tarea de llevarte a un plano neutral en el que él mismo te matará para evitar que le quites su reino… y a Larisa. Probablemente, Yaroslav… Probablemente el próximo cazador que envíen no será tan benévolo contigo.