Otros relatos (Breves)

En esta página se publicarán de vez en cuando algunos relatos breves que fueron escritos antes de El reloj de Onira. También es probable que sirva como lanzadera para que microrelatos futuros se conviertan en interesantes novelas.

El primer relato breve fue el ganador de un concurso literario de 2011. Se trata de Dreik Harrison, un detective de creación propia, y su 'caso del médico enfermo':



    Dreik Harrison: El caso del médico enfermo.

   La historia que les voy a contar me sucedió no hace muchos años, durante un período vacacional del tercer verano de mi carrera como detective consultor profesional. En esa etapa de mi vida, mi ego aún se alimentaba de mis expectativas; mis lecciones y mis fracasos no iban todavía tan de la mano como sí lo hacían mis libros leídos y mis pocas experiencias: Me faltaba mucho por aprender, y para ese fin me restaban también muchos casos inusitados por resolver. Este es uno de ellos.

   I

   La mañana del tres de julio de 1917, mientras analizaba estupefacto el esperpento originado en la gaceta de la localidad en que veraneaba, a causa de unos panecillos en mal estado que se vendieron como suculentos manjares extranjeros, la curiosidad llamó a mi puerta en forma –como habitualmente solía hacerlo- de algarabío y gritos de turbas confusas, mas, según pude notar, no extremadamente enfurecidas. Abrí la puerta con fingido aplomo –disimulando mi enrome inquietud- y dirigí una mirada rápida hacia unas pancartas que la muchedumbre, enardecida en deseos de hacerse notar, transportaba con afán. En ellas se podía leer muy claramente la agraviante exclamación “¡El matasanos Lancaster apuñaló ha otro alludante!”. De manera que, envuelto en mi bata de las mañanas y en mi resolución de no aspavientarme por las faltas de ortografía de las pancartas, salí de la casa y me dirigí a paso raudo hacia el líder de aquella pacífica protesta, un cincuentón de rasgos caucásicos que repetía turbado el mensaje escrito en los estandartes de su manifestación.

   —Tienen ustedes un increíble sentido de la justicia —Le dije, fingiendo empatía a un nivel que, lejos de entenderse como una ofensa, se interpretó como un encomio— ¿Están denunciando que su médico ha vuelto a matar a su asistente? —Pregunté, aún obviando la respuesta que recibiría.
   —Y ya van cuatro en seis meses… —Contestó el caballero, dejando entrever, tras una mueca de desagrado, una dentadura terriblemente descolocada (un seguro de vida para cualquier dentista) y ennegrecida de tastar mal tabaco.
   —¡Caray! Pues que se ande el pueblo con cuidado, ¿no?
   —¡Desde luego! —Exclamó el hombre, y después elevó aún más el tono, aunando su protesta con las de los demás manifestantes— ¡No podemos dejar la salud de nuestros hijos en las manos de un viejo médico que asesina a sus asistentes!
   —Y…, oiga —Con disimulo, me acerqué un poco más al líder de la muchedumbre y comencé a hablarle al oído—; ¿no le gustaría a usted que alguien investigara a fondo lo ocurrido?
   De pronto, el desagradable gesto de aquel caballero se concentró en una mirada agresiva y ansiosa, disimulada, tras unos instantes, por una sonrisa forzada.
   —Pero… ¿Qué hay por investigar aquí? —Preguntó después, canalizando su hilo de voz hacia mí, al tiempo que oteaba los alrededores con los ojos entrecerrados y las cejas alzadas— ¿Y quién va a investigarlo?
   —Yo mismo, si es que hay algo por descubrir… y nadie teme que se conozca toda la verdad.
   —Ya veo. Pues eso nos vendría de maravilla. ¿Y cuánto cobra usted?
   —Bueno… Estoy de vacaciones —Contesté, encogiéndome de hombros—; lo tomaré como una prueba.

   II

   La residencia del médico —el lugar donde, supuestamente, se llevaban a cabo los incomprensibles asesinatos— era un caserón casi centenario con la fachada de madera ocre, acabada en un barniz tan viejo y descuidado que se descascaraba al mero contacto con el aire mañanero convulso. Una vez que el líder de la turba hubo disuelto la manifestación, y habiendo cruzado los dos juntos el jardín de la casa hasta llegar a la puerta, yo toque educadamente el timbre en dos ocasiones… hasta que se nos abrió.
   —¿Qué desean? —Nos preguntó un anciano decrépito, con serias dificultades para mantenerse en pie.
   —¿Qué hace usted ahí parado? —Exclamó entonces mi acompañante— Ah, claro, como mató a su asistente, le toca incluso abrir la puerta —Concluyó con mordaz ironía.
   —Uno debe esforzarse hasta el final —Musito el viejo, con la voz cargada de melancolía—. No se puede resignar uno a quedarse en una silla de ruedas —Después alegró el gesto y enderezó ligeramente su encorvada columna— ¿Van a pasar?... Creo que dispongo de té para los cuatro.
   Yo me quedé en silencio, miré a mi acompañante y decidí encerrar mis preguntas en mi mente. Más tarde sería necesario volver a planteármelas en un orden lógico que me permitiera deducir su respuesta sin mancharme las manos de dudas.
   —Finge usted muy bien, Lancaster —Aseveró el hombre que venía conmigo— ¿Y dónde está esa cuarta persona?
   El viejo aparentó no entender el comentario; simplemente se inclinó un poco más hacia nosotros y frunció el ceño para observarnos detalladamente. Finalmente, y tras darme cuenta del terrible esfuerzo que le suponía estar ahí de pie, apremié a mi acusador acompañante para que entrara en la casa de una vez.
   Cuando nos hubimos sentado en un sofá de lo que se suponía que era el salón, el anciano desapareció tras una puerta corrediza y los dos nos quedamos en silencio; yo, examinando minuciosamente la estancia; mi acompañante, con la cabeza agachada y sin dejar de mover la pierna con gran nerviosismo. Tras unos útiles instantes de calma, el viejo regresó a nosotros con dos humeantes tazas de té entre las manos y las puso sobre una mesita de centro para que las bebiéramos.
   —Estamos faltos de ganas de té —Introdujo, con un tenue hilo de voz—. Linda y yo, quiero decir.
   —Linda es su esposa, ¿verdad? —Deduje tras dar un ligero sorbo a la bebida caliente—. Una hermosa mujer en las fotos.
   —Muy amable.
   —Sin embargo, hemos venido aquí porque el pueblo entero le acusa insistentemente de ser un asesino. ¿Qué opinión le merecen a usted estas manifestaciones?
   —Yo soy viejo para opinar —Contestó el médico—. Incluso para curar, mis manos ya no son lo que eran.
   —¡Y sin embargo se le da de maravilla matar! —Objetó mi acompañante, a lo cual Lancaster no hizo comentario alguno.
   —Está bien —Concluí, levantándome del sofá—, tengo todo lo que necesito de este sitio. Así pues, me marcho.
   —¿Ya? —Replicó Lancaster— ¿Y usted no se queda, señor Rogers?
   —¿Con un vil asesino? ¡Antes muerto!
   El comentario sonó algo paradójico. Creo recordar que incluso me hizo reír. Lo que ahora no me viene a la mente es cual fue la reacción del viejo ante aquella última tentativa de acusación; de cualquier manera, su situación era grave si dependía de un abogado del pueblo para demostrar su inocencia…

   III

   Mis deducciones iniciales acerca del caso fueron las siguientes:
   Primera. Antropológicamente era imposible que Lancaster fuera el autor material de tres asesinatos –los últimos- de los cuatro de los que se le acusaba. Las premisas de mi silogismo radicaban en su avanzada edad y su penosa condición; visto cuánto le costaba a él siquiera mantenerse en pie, y que la tendencia existencial de la gente del pueblo estaba íntimamente ligada a la desconfianza, se me hacía muy difícil concebir que aquel anciano pudiera haber intentado asesinar a una segunda o tercera persona sin que ésta lo hubiera herido o neutralizado en el intento de defenderse, siendo consciente ya desde antes de que podían intentar apuñalarla como le había pasado a la primera víctima. Así que, descartando a Lancaster como el asesino de los ayudantes dos, tres y cuatro, concluí que, o bien habría un asesino aún más peligroso en la villa que colaboraba con el médico, o bien el anciano tampoco había tenido nada que ver con la primera muerte.
   Segunda. Mi principal sospechoso se hallaría entre la turba convulsa de aquella misma mañana; sería un hombre –o mujer- que habría decidido astutamente recurrir a la demagogia colectiva para desviar de sí las sospechas de un pueblo bastante ingenuo.
   Y tercera. La esposa de Lancaster debía de haber fallecido hacía tiempo. Cuando entramos en su casa, él se ofreció a preparar té para cuatro. Inmediatamente después, mi acompañante, el señor Rogers, preguntó por esa cuarta persona con un gesto de indignación propio de alguien que cree estar siendo engañado por un sujeto que finge locura. Además, la mujer no entró en la sala en ningún momento, y cuantas fotos había de ella en las repisas presentaban a una dama sustancialmente más joven que Lancaster, pero nunca a una anciana de su misma edad. Conclusión: Lancaster padecía algún tipo de desequilibrio mental que lo hacía propenso a ser engañado, e incluso inculpado, por el verdadero asesino.

   Con estas tres ideas rondándome la cabeza, empecé a recorrer con Rogers el camino hacia la morgue, donde me ‘esperaba impaciente’ el cuerpo fresco de la última víctima.
   —Dígame —Introdujo mi acompañante, interrumpiendo brevemente mi línea de pensamientos—, ¿qué le ha parecido Lancaster?
   —¿A mí?... Antes déjeme hacerle una pregunta.
   —Usted dirá.
   —¿Qué rangos de edad comprenden las víctimas?
   Rogers se tomó unos segundos para pensar en la respuesta. Mientras tanto, observé un descuido en su actitud que me llevó a incluirle definitivamente entre los sospechosos.
   —Entre diecinueve y veinticinco —Dijo al fin el hombre.
   —Ya lo sabía —Repliqué, algo molesto.
   —¿Usted?
   —No, amigo mío. Usted ya sabía la respuesta, pero ha guardado unos instantes de silencio para fingir que no se acordaba y que, por tanto, su implicación en el caso no es tan profunda como para resultar sospechoso.
   —¡Me sorprende que piense eso de mí! —Exclamó Rogers, falsamente indignado— ¡Y no me ha contestado la pregunta! ¿Qué le parece Lancaster?
   —Bueno. Imagínese que usted es un hombre joven y vigoroso que va a trabajar como asistente de un médico cuyos últimos dos o tres asistentes han muerto apuñalados en su casa… ¿Puede ponerse en la situación?
   —Sí, lo estoy imaginando.
   —Y ahora piense… Siendo usted un joven vivaz, y el sospechoso de los asesinatos un pobre viejo… ¿No tomaría precauciones para evitar que lo mataran también?
   —Por supuesto.
   —Entonces, de ser así ¿Por qué ha habido cuatro víctimas?... Son muchas.
   Rogers se quedó en silencio, esta vez genuinamente dubitativo. Finalmente, contestó dándome un detalle sumamente valioso.
   —Cuatro descuidos, puede ser. De todas formas, señor Harrison, todas las víctimas eran mujeres.
   —¿Todas? ¡Por qué no me lo dijo antes!
   —No me lo preguntó, no creí que fuera relevante, no hemos tenido tiempo de hablar… Puedo darle muchas buenas razones.
   —¡Todas vanas excusas! ¿No se da cuenta de que el sexo de las víctimas puede dar a los asesinatos la categoría de crimen pasional?
   —Pues no lo había pensado así…
   —¿Y sólo ha tenido cuatro ayudantes Lancaster?
   —No. Tuvo algunos antes, pero abandonaron el pueblo por cuestiones de negocios.
   —Y todos eran hombres… ¿Estoy en lo cierto?
   —Pues…, ahora que lo dice, todos menos una.
   —Que trabajó con Lancaster cuando su esposa aún vivía…
   —Sí, sí.
   —¡Estupendo, señor Rogers! Voy a darle una fantástica noticia.
   —¿Ah sí? ¿Cuál?
   Ahora fui yo quien se quedó en silencio por unos largos segundos; en parte porque quería vengarme de la jugarreta que me había hecho mi acompañante unos segundos atrás –cuando, aun conociendo la información sobre la cual le había consultado, me hizo esperar-, y en parte porque quería estar totalmente convencido de lo que le iba a decir:
   —Verá, ya no es usted sospechoso.
   —¡Menuda noticia! ¿Es que acaso lo fui?
   —Y además —Añadí sin atender a la réplica—, ya no me es urgente que vayamos a ver los cadáveres. Es más, necesito regresar a la casa de Lancaster para acabar de demostrar su inocencia y dar los últimos retoques a mi perfil del culpable.

   IV

   Me sabía mal tener que despertar al viejo, sin embargo, mis sentimientos de culpa no eran lo suficientemente intensos como para resistirme a culminar el que probablemente sería el caso más rápido de mi corta carrera hasta ese momento. Cuando llegamos a la casa, se podía ver a través de la ventana que Lancaster estaba sentado en el sofá con los ojos cerrados y la boca abierta.  
   —Dígame una cosa, señor Rogers —Introduje, sin dejar de mirar por el cristal—. ¿Suele hablar el anciano de su esposa?
   —Bueno, antes solía hacerlo, sí —Contestó mi acompañante.
   —¿Antes?
   —Sí. Él siempre hablaba de ella como si aún estuviera viva, a pesar de que murió hace más de diez años. Sin embargo, desde hace unos meses, coincidiendo con la marcha de su hija a la universidad de Oxford, ha empezado a reconocer que es probable que lo que ve y escucha sean alucinaciones… En ocasiones, no obstante, dice que el fantasma de su esposa vaga por la casa y le hace peticiones constantes.
   —Ajá… Y las asistentas asesinadas… ¿Estaban ligadas emocionalmente a él?
   —¿A dónde quiere llegar con este giro temático tan brusco?
   —Contésteme, por favor.
   —Bueno, sí. Las asistentas del médico lo consideraban una buena persona. Eran las típicas mujeres que, influenciadas por su párroco, se negarían a reconocerle semejantes crímenes a un individuo tan entrañable.
   —Y sin embargo…
   Después de unos instantes de reflexión silenciosa que me sirvieron para acabar de formular la solución del misterio, abandoné mi posición frente a la ventana y, sacando del bolsillo de mi pantalón un kit que había comprado en Winchester, empecé a forzar la cerradura de la casa.
   —Pero, ¡qué demonios está haciendo! —Exclamó rápidamente el señor Rogers— ¡Puede llamar a la puerta y despertarlo! ¡No es tan grave!
   —Podríamos… llamarlo… durante horas —Respondí, entrecortando mi frase en mitad de mis artimañas con los alambres—, pero no se levantaría.
   —¡No tiene un sueño tan pesado!
   —¡Está muerto, hombre! —Dije al fin, dando el empujón decisivo que abrió la puerta.
   Rogers se quedó de piedra. Su seguridad acerca de la culpabilidad de Lancaster empezó a derrumbarse como un tierno castillo de ingenuos naipes. Cuando entramos en la casa, no dudó en acercarse al cuerpo.
   —¡Es verdad que ha muerto!
   —Tenga cuidado —Dije de inmediato—. El asesino de Lancaster, el mismo que el de sus ayudantes, permanece aún en la casa.
   —¡Cómo!
   —No se preocupe —Repliqué satisfecho—. Usted la conoce, pero tampoco podría haber hecho mucho para evitar que los asesinatos se produjeran —Aseguré, cogiendo uno de los portarretratos que había en la repisa del salón—. ¿Cómo se llama la hija?
   —¿La hija? —Balbuceó Rogers, como impulsado por un repentino temor morboso.
   —La hija de Lancaster.
   —So… Sophie.
   —¡So-Sophie! —Exclamé con ironía— ¡Ya puede salir de su escondite, fantasma desheredado de la esposa del médico sospechoso!
   Todo se mantuvo en silencio.
   —¿Está seguro de lo que hace? —Preguntó mi acompañante.
   —Claro. Sólo es un fantasma tímido —Respondí sonriente— ¡Salga, mujer, que no nos vamos a ir hasta que no la encontremos!
   De pronto, desde lo que parecía la cocina, se escuchó el bullicio de los trastos cayendo estrepitosamente al suelo. Acto seguido, una puerta se cerró a lo lejos.
   —¡Qué ha sido eso! —Gritó Rogers.
   —No se asuste, hombre. Sólo es que la asesina ha escapado por la puerta de atrás… Y ahora, corra. 

   V

   La policía no tardó mucho en atraparla. Pronto se cerraron todas las salidas del pueblo y, aquel mismo día, a las ocho de la tarde, encontraron en una taberna local a una muchachita idéntica a la hermosa mujer de las fotos de la casa de Lancaster.
   Cuando una gran parte del pueblo se hubo congregado allí para escuchar mi veredicto, y estando la chica allí mismo bajo custodia policial, empecé a exponer mis deducciones una a una:
   —Hace seis meses que la señorita debió partir para Oxford —Comencé a decir—. Sin embargo, en contra de la voluntad de su envejecido y desequilibrado padre, decidió permanecer secretamente en el pueblo para encargarse de unos cuantos asuntos aún más preocupantes que la carrera universitaria: Para su padre, durante todo este tiempo, sólo fue un cruel fantasma. He de reconocer que algunas de mis primeras deducciones fueron erróneas; si bien acerté al intuir que Lancaster era inocente y que el asesino había tenido que ser una persona joven, me equivoqué por completo al pensar que el culpable se encontraría entre la gente que se manifestaba esta mañana. La indignación del pueblo era genuina, pero no tanto como su paciencia, señorita.
   —Y ¿quién es usted? —Dijo la chica.
   —¿Yo? Dreik Harrison… Pero déjeme que le explique. Primero usted pensó que, como a su padre ya le quedaba poco tiempo de vida, no le costaría mucho trabajo hacerse con su escurridiza y olvidada herencia. Él señor nunca se acordó de firmar el testamento.
   —¿Lancaster era rico? —Preguntó Rogers.
   —En efecto. En una de las fotos que se exponían en la repisa de la sala de su casa, se podía ver a nuestro entrañable anciano bien vestido, compartiendo un puro y un abrazo con nada más y nada menos que John M. Longyear[1]. La señorita, sospechando de la afectuosidad de las asistentas, en las cuales vio la voluntad de sacar partido económico de su padre, debió de encontrar en los apuñalamientos un medio muy útil para deshacerse de las amenazas a su herencia, al tiempo que la culpa recaía sobre su padre y lo hacía sentirse más débil. Sin embargo, el proceso debió aligerarse durante las últimas semanas; la señorita tenía prisa por ser rica, y mi llegada al pueblo no parecía beneficiar al ejercicio de sus labores, de manera que, haciéndose pasar una vez más por el fantasma de su madre, consiguió la firma de su padre para el testamento y después lo envenenó con un té del cual ella se encontraba casualmente inapetente, como bien dijo él. No tengan ninguna duda de mis conclusiones, señoras y señores. Si examinan con cuidado los bolsillos de la muchacha, encontraran en ellos un sospechoso papel recientemente firmado por nuestro estimado médico enfermo.   
   —Es usted muy bueno, Harrison —me dijo Rogers, alcalde de la villa, una vez que se hubo comprobado mi teoría— ¿De dónde ha extraído esas increíbles capacidades de deducción?
   —Bueno, señor mío —introduje, enfilando hacia la casa en que me hospedaba—, en una sociedad como la nuestra, un hombre con unas inquietudes como las mías tiene mucho tiempo libre para leer a autores y personajes fabulosos en ingenio. Sherlock Holmes es para mí uno de ellos… y he de decir que yo no escatimo en imitaciones precisas.


[1] Magnate de la minería de principios del siglo XX


     Este segundo relato breve fue presentado al mismo concurso que 'Dreik Harrison'. Se trata de 'Una subida al tejado', la narración de una hipotética última noche de amor entre un hombre que es llamado a servir como liquidador en la catástrofe nuclear de Chernóbil y su esposa.



                                                                                                  Una subida al tejado.

   Después de que el Sol saliera en mitad de la noche, muchos fuegos se encendieron dentro de las casas de la ciudad. Sábanas impregnadas hasta las fibras más recónditas del sudor de hombres y mujeres que se amaban, pasión desbordando los cuartos, brotando desde las entrañas de los corazones; desde las entrañas de Chernóbil.
   Víctimas de la excitación de sus últimas horas de vida, algunos de quienes más tarde morirían en medio de terribles dolores se aferraban al amor como después lo haría el átomo mortal a sus cuerpos.

   Esta es la historia de Iván.

   Una llamada interrumpió el descanso en mitad de la noche. Irina cogió el teléfono y preguntó cuanto debía saber antes de pasar la comunicación a su esposo. Él recibió la petición con resignación: ‘Una subida al tejado’ era todo cuanto requerían. ‘Treinta o cuarenta segundos vertiendo arena en el socavón’ y, a cambio de eso, un sueldo vitalicio, una casa a las afueras, un coche, unas vacaciones de ensueño en algún lugar tan lejano como paradisíaco...
   Pero aquel que llamaba a Iván no era un conocido más de sus años en el ejército; era un contacto próximo de la KGB que no temía filtrar a un amigo trazas de aquella cruel información que se le había ocultado a tantos otros.
   “No vas a volver, Iván”, le dijo con la voz aún temblorosa, pese a que aquella no era la primera -ni mucho menos la última- de las fatídicas llamadas que haría esa noche. “Si vas a venir, hazlo por tu país. Pero, en ese caso, despídete de Irina”.
   Un silencio absoluto y desolador volvió a reinar en la penumbrosa habitación. La casa de Ovruch sería un lugar seguro para ella; Chernóbil, un infierno para él.
   -Tengo que decirte algo –inició Iván, en un tono suplicante de dolor emocional-. Tiene que ver con una labor que yo puedo hacer por mucha gente.
   -¿Sólo tú? –preguntó ella, tiernamente ingenua.
   -Irina. Hace unas horas ocurrió un accidente en Chernóbil.
   -Pero... eso está lejos.
   Iván suspiró, se sentó sobre la cama y cogió suavemente las manos de su esposa entre las suyas.
   -Lo sé, amor. Pero, aunque esté lejos, necesitarán que gente de muchos sitios aún más distantes intervenga.
   Aquel era un tema sobre el cual Iván ya había tenido varias largas conversaciones con su colega de la KGB. Ninguno de los dos era conocedor de las posibles consecuencias de un accidente como el que ocurrió, pero si había algo acerca de lo cual pudieran tener una certeza inequívoca era de que ese nivel infalible de seguridad del que hacía ostentación el gobierno cuando se refería a la central no era más que un mero espejismo diplomático.
   -Yo no sé mucho sobre todo esto en lo que has trabajado –introdujo Irina, cambiando su cándida ingenuidad por un repentino temor-. Sé que ayudaste en la central nuclear y que después dejaste ese trabajo para convertirte en bombero. Pero ahora, además del recuerdo de tu pasado, veo en tus ojos algo que nunca antes había visto.
   Iván se quedó en silencio durante el tiempo suficiente para disolver el nudo que le apretaba la garganta e intentaba hacerle llorar.
   -Sea cual sea el resultado –dijo al fin-, voy a ir, Irina.
   Ella seguía sin comprender casi nada; no podía aceptar que debía leer entre líneas una sentencia de muerte. Después de su temerosa declaración, Iván cedió a abrazar a su esposa con fuerza, como en una despedida, creando con su gesto una calma terriblemente engañosa, idéntica a la que se respiraba tras la caída de la hoja de la guillotina.
   -¿Adónde vas a ir, amor? –preguntó ella, empezando a inquietarse por su propia ignorancia.
   -Chernóbil… -musitó él, con la voz temblorosa ahogada por unas tímidas lágrimas- Chernóbil ha explotado. Mucha gente está muriendo; va a morir mucha más…, y necesitan a personas como yo.
   De pronto, Iván empezó a notar una acusadora inercia en el cuerpo de Irina entre sus brazos. Ella se había quedado helada en un instante; su corazón latía con más fuerza, pero también mucho más despacio. El abrazo se hizo unilateral. Poco después, al notar Iván la tristeza de su esposa, la dejó caer suavemente sobre la cama, como si se derritiera, y ella empezó a llorar entre leves espasmos silenciosos.
   -No vas a volver… -gimió al fin Irina, ahogada en sumo grado por la tristeza.
   -Tal vez no.
   -¡No vas a volver! –volvió a gritar ella.
   -Despertarás a los vecinos –susurró él con frialdad.
   -¡Por Dios, no te vayas!
   -Tengo que hacerlo –aseveró Iván, dándose la vuelta para coger su chaqueta del pomo de la puerta-. Mucha gente en Ucrania lo hará. Se nos ha pedido porque confían en que no-
   De repente, al volver Iván la mirada hacia Irina, su frase a modo de testimonio expiatorio fue interrumpida por un dedo de ella que se le posó en los labios.
   -¿Muchos teléfonos han sonado esta noche? –preguntó la esposa, con una repentina sonrisa esbozada en el gesto.
   -Seguramente –contestó el marido, asombrado del drástico cambio de actitud de su compañera.
   -Entonces, habremos de suponer que si mucha gente responde a las llamadas, de aquí a unos meses nacerán muchos bebes en este país.
   -No está bien conjeturar con un asunto tan grave –reconoció al fin Iván, entendiendo las resignadas intenciones de Irina.

   Ambos se quedaron mirándose… en silencio. Ese cruel instante reflexivo se convirtió en una de esas breves exhalaciones en las que las palabras sobran y las miradas empiezan a penetrar hasta los corazones. Fue en ese momento cuando la chaqueta cayó al suelo y las manos de Iván comenzaron a sumergirse en el camisón de la temblorosa Irina.
   Ella no opuso resistencia alguna; sus lágrimas no le impidieron volver a tumbarse en la cama, dejar que su esposo se acostara sobre su cuerpo y llevar también sus manos hasta lugares prohibidos durante el día. En tan solo unos minutos se engendraría al hijo de una tragedia; la partida de Iván. Todo estaba decidido. Si alguno de los dos hubiera deseado con la fuerza suficiente que ocurriese de otra forma, simplemente se habría quedado dormido profundamente sobre las mantas húmedas, como de hecho ya hacían ambos antes de la llamada. Sin embargo, Irina e Iván no cesaron de amarse de la cabeza a los pies hasta que recogieron de su árbol el último fruto –placer; un gemido bañado en lágrimas- y se lo ofrecieron a sí mismos, cual sacrificio por la desgracia que estaba a punto de sucederles.
   Y cuando todo hubo acabado, aún tuvieron algo de tiempo para quedarse acostados en la cama; ella, con la cabeza hundida sobre el pecho de su amante, llorando de dolor y riendo de satisfacción al mismo tiempo; él, con la mirada perdida en el techo sombrío y los pies desnudos entrelazados con los de su hermosa amada.
   -Ha sido un placer disfrutar mi juventud contigo –dijo de pronto Irina-. Han sido… los mejores años de mi vida, amor –musitó al fin, bañando el cuerpo de Iván con más lágrimas inocentes.
   -No me hagas esto, por favor –replicó él.
   -Te juro que nunca podré querer a nadie más así. –Irina no podía detenerse-. Guardaré tu corazón en mis entrañas y, cuando nuestro hijo se haga mayor, se lo entregaré para que sea una persona tan hermosa como su padre.
   -No sigas, Irina –musitó Iván, suplicante y tembloroso.
   -Volverás cada año por primavera… Porque cada vez que veo florecer las rosas se me acelera el corazón. Allí estarás tú, al otro lado de mi pecho.
   -¡Para, para! –gritó por fin él, levantándose violentamente de la cama- ¡No me digas esas cosas, o no podré renunciar a ti!
   -¿Por qué?, ¿por salvar a tu país? –incidió Irina, furiosa- ¡Esta patria tuya es una amante celosa y exigente! –Las últimas palabras de su clamor apenas pudieron entenderse-. Recházala… por favor… no… quiero que… te vayas.
   En ese momento, Iván comenzó a caminar en círculos por la habitación. De vez en cuando, desesperado y confuso, se llevaba las manos a la cabeza y tiraba de sus cabellos como si viera un tremendo alivio en la voluntad de arrancarlos.
   Finalmente, ambos se miraron a los ojos.
   -Si vas a ir, quiero irme contigo –suplicó ella.
   -No puedo dejar que lo hagas –refutó él-. Ahora llevas mi semilla dentro de tu vientre. Sería un pecado imperdonable que se perdiera.
   -Entonces… ¿no es ni siquiera por mí que no accedes a que te acompañe? ¿No es por nosotros? ¿Es por una ilusión que aún no se ha comprobado?
   -Tómalo como quieras.
   Iván volvió a coger su chaqueta del suelo, y con ella, el resto de su ropa. Poco a poco –y en silencio- fue vistiéndose desde el corazón hasta el espíritu; de la cabeza a los pies, cubriendo con las prendas la memoria cercana de su profundo placer. Irina, en cambio, continuaba desnuda sobre la cama, sonrojada aún y llena de delirios contradictorios sobre el amor y las ganas de morir.
   -¿Ya no me quieres, Iván? –preguntó por fin-. ¿Tan pronto me olvidas?
   El último botón de la camisa se quedó sin abrochar. Las manos de Iván se petrificaron, al tiempo que su cuello cedía a la presión y su cabeza se agachaba hasta dar la mirada con el suelo. Unos breves balbuceos sirvieron para deshacer la incertidumbre; el puño apretado acabó de confesarlo todo.
   -Ven aquí, Irina. –La mujer hizo lo propio. El hombre siguió sin poder alzar la cabeza-. Esta madrugada, a unos kilómetros de aquí, algunas personas debieron de poder ver en el horizonte una imagen semejante a una estrella que se alzaba en el cielo en mitad de la noche.
   -¿Respondes así a mi pregunta?
   -Sin embargo –continuó Iván, ajeno a la réplica de su esposa-, esta visión se desvaneció en muy poco tiempo, y sólo está dejando tras de sí un tremendo dolor y una destrucción que tal vez no tenga precedentes ni se repita en muchos años…
   -No te entiendo.
   -¡No quiero ser algo así para ti!... Algo fugaz que sólo te hace daño en la memoria.
   De nuevo, ambos se abrazaron, demostrando así la fragilidad ocasional del sentimentalismo humano. Desde el momento de recibir la llamada, ninguno de los dos había podido aclarar sus emociones; jugar con ventaja con respecto al destino, a lo que les pasaría por pura elección propia. Todo cuanto habían logrado era una tenue retahíla de contradicciones: abrazar-odiar, extrañar-olvidar, engendrar-destruir y, ahora, volver a juntar el sudor precioso de un cuerpo desnudo –pero vivo- con la presencia casi fantasmagórica de un ser decidido a morir con kilos de ropa puesta.
   -No voy a detenerte –dijo por fin Irina, y la puerta del cuarto se abrió de una vez por todas.
   -Gracias.
   -Pero amas más a tu patria que a tu esposa, y eso no está bien.
   -¡Yo amo el futuro de esta tierra!... Y mi hijo y mi esposa no podrán estar en él si yo no me sacrifico ahora.
   Iván quiso darse la vuelta para partir. Irina comenzó a llorar, por primera vez desconsolada, sobre aquella cama, símbolo de la vida, la muerte y la asunción de ambas cosas.
   -Te quiero… -dijo solamente.
   -Yo también –respondió Iván, sin girar siquiera la cabeza para que no se viera que estaba a punto de arrepentirse otra vez.

   Epílogo.

   La leyenda de los liquidadores abarca muchos campos de la imaginación y el sentimiento humano. Para algunas personas fueron héroes sobrenaturales; para otras, simples desconocidos que, en algún lugar lejano del mundo, hicieron ‘una subida al tejado’ con el fin de salvar unas cuantas vidas.

   Dos días después de aquella terrible noche, un hombre encorbatado de gesto grave, y no obstante, sereno, llamó en repetidas ocasiones a la puerta de Irina hasta que la despertó. Ella no había dormido en más de veinticuatro horas, y ahora llevaba tres en las que había podido conciliar el sueño sin ser atacada por los sentimientos de culpa, abandono, olvido y un recuerdo que, al igual que la mortal radiación, no se desvanecería jamás.
   -Buenos días –dijo el señor- ¿Es usted Irina Vastovski?
   -Sí –respondió ella, fantasmagórica y taciturna.
   -¿Esposa de Iván Vastovski?
   -Sí, soy yo.
   Un silencio incómodo, acusador y mortal llenó los tres palmos de terreno que ocupaban entre los dos. El hombre tragó saliva con fuerza; Irina inclinó la cabeza y se preparó para lo peor, algo para lo que uno nunca puede prepararse.
   -Sus pertenencias están en esta caja de metal –sentenció al fin el mensajero de la muerte-. Se nos ha pedido que las hagamos llegar de esta forma. Lo siento, señora.
   Irina se quedó quieta del todo; absolutamente petrificada, igual que lo habían estado las manos de su esposo la última vez que la abrazó. Todo cuanto pudo hacer mientras aquel hombre –casi un espíritu errante- se marchaba para continuar con su periplo de condenas fue quedarse allí, parada frente a su puerta, con el frío del suelo penetrándole por los tobillos, la mirada fija en la caja de metal y ambas manos puestas sobre su vientre fértil aun sin deformar. Desde el momento de la llamada, no habría podido esperar otra cosa; desde el momento de la llamada, la penumbrosa habitación de los dos se había convertido en el solemne centro de ejecución de Iván. Y, por eso, en ese preciso momento, Irina no quiso ceder más lugar a las lágrimas.



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